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Opinión - 03.12.2018

Diálogo en Buenos Aires

El G20 es un mecanismo necesario de cooperación internacional y la opinión pública espera resultados de calado

Más allá de los resultados concretos, la mera celebración en Buenos Aires de una reunión con 19 de los países industrializados y en desarrollo más importantes del mundo más la Unión Europea, la conocida como cumbre del G20, debería haber sido una buena noticia en sí misma. Sin embargo, la opinión pública mundial espera mucho más de un modelo de reunión en el que los principales líderes tienen la oportunidad de discutir personalmente sobre los mayores problemas que afectan al planeta.

El documento final, logrado tras un gran esfuerzo negociador del anfitrión, resulta más retórico que real. Los cuatro folios que lo conforman subrayan una declaración de intenciones respecto a la irreversibilidad de la lucha contra el cambio climático —aunque cuenta con la oposición de la Administración estadounidense presidida por Donald Trump—, pero evitan las cuestiones más urgentes de la actualidad internacional, como el conflicto entre Rusia y Ucrania o la guerra en Yemen con la intervención de Arabia Saudí. Hay apenas referencias a un problema global y con varios escenarios de urgencia como es la crisis migratoria, y se añaden algunas obviedades como la necesidad de que se mejore la educación de las niñas en los países más pobres.

Los líderes mundiales habrían de ser conscientes de que la cumbre —que levantó una gran expectación en su primera edición hace 10 años en Washington, cuando comenzaba la crisis financiera— ha perdido cada vez más fuelle y legitimidad ante la ciudadanía, que lo ve con absoluta indiferencia. El G20 debería ser capaz de transmitir, al menos, la imagen de seguridad en el rumbo que seguir respecto a temas trascendentales para el planeta y en la sensación de que existe una voluntad de gobernanza global.

Desafortunadamente, en los últimos años ha crecido el número de países —encabezados por Estados Unidos— que rechazan y desprecian el multilateralismo y la cooperación internacional como forma de entender las relaciones internacionales. Por ello no se debería perder de vista el verdadero calado político, económico y social que tiene el que los máximos responsables de naciones de los cinco continentes —junto con el representante del experimento más exitoso de integración pacífica como es la Unión Europea— crucen el mundo y dediquen dos jornadas a hablar de los asuntos que afectan al presente y futuro planeta.

No se trata únicamente de lo que queda reflejado en la declaración final de cada reunión de este tipo, sino de lo que sucede en todo el proceso que lleva hasta ese texto y de las conversaciones bilaterales que se producen, además, durante el encuentro. En otras palabras, aunque la tecnología permita la comunicación instantánea a distancia —y a veces también sirva para crear malentendidos— todavía el cara a cara resulta fundamental en la política internacional. Los gestos, los saludos y las complicidades que se construyen constituyen un sólido apoyo a estrategias diplomáticas meditadas en los despachos. Sería por tanto un error juzgar al G20 únicamente por sus resultados evidentes a corto plazo, pero al mismo tiempo es necesario evitar entrar en una rutina donde esta reunión pase a ser una cumbre más donde sean más importantes las anécdotas que las cuestiones de fondo.

En un mundo cambiante con una rapidez jamás antes vista, el G20 es un foro único en unos momentos en los que es más importante que nunca no solo el diálogo multilateral, sino la proposición y adopción de medidas concretas. Para eso sirve el G20 y no debe perder su esencia.

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