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Opinión - 26.01.2020

Reaccionarismo mágico

Es inaudito que preocupe más una charla sobre sexualidad impartida en el colegio que lo que un niño recibe por un dispositivo electrónico

Hay padres, hay madres, que experimentan de manera tan violenta el amor hacia sus hijos que lo gritan a los cuatro vientos como una amenaza, como si desearan partirse la cara con alguien para demostrarlo. Hay padres, hay madres, que construyen su relación con los hijos sobre una absoluta desconfianza hacia el mundo. No pueden evitar inmiscuirse de mala manera en la vida escolar, les inquieta no controlar ese camino a la independencia que el niño emprende en la escuela. Hay padres y madres que creen reunir condiciones para ser pedagogos, entrenadores, consejeros espirituales, coleguitas de sus hijos. Hay padres y madres asfixiantes, que vigilan los juegos de los niños, que quisieran colocar cámaras en las aulas y corregir al docente. Hay padres y madres que viven solo para eso, para ser padres y madres, y se olvidan de sus aspiraciones, si alguna vez las tuvieron, renuncian a los placeres adultos, se olvidan del sexo y de su propia cara ante el espejo. Por fortuna, viví mi maternidad cuando aún no existía el WhatsApp y no tuve que pasar por el trance de abandonar el grupo. Abandonaba o más bien esquivaba a esos corrillos de madres y padres irreductibles que me hacían sentir en falta, porque yo, aparte de ser madre, deseaba ser muchas cosas más y no lo ocultaba. No necesitaba que mi vanidad se inflara leyendo un boletín de notas. Me enorgullecía en cambio de que me dijeran que estaba criando un niño digno de ser querido. Tal vez fui poco exigente, confié en los maestros y en la escuela. Era un descanso compartir la educación de un niño con terceros: ser yo el único ejemplo a seguir me atormentaba.

Esa ultraderecha, que arrastra a la derecha a precipitarse por el abismo, ha enseñado los colmillos al entender que parte del contenido escolar se escapa de su control. Esos contenidos que les enfurecen son tan inocentes que solo una mente sucia puede malinterpretarlos. Se imparten para que las criaturas atesoren algunas nociones sobre su naturaleza y respeto al diferente. Nosotros, en el patio del colegio, nos íbamos enterando de cómo se hacían los niños de manera absurda y a trompicones, así que durante un tiempo cuando volvíamos a casa observábamos a nuestros padres sintiendo vergüenza ajena.

Hay varias cosas que me sorprenden en este culebrón del pin parental. Por un lado, las declaraciones melodramáticas sobre la protección a nuestros niños. Ese nacionalismo familiar me hace sospechar que hay otra infancia que les importa un rábano. Por otro, la ilusa idea de que la enseñanza moral que reciben los hijos es patrimonio exclusivo de los padres se contradice con la deseable autonomía de los niños, que comienza en el momento en que no son los progenitores los únicos que les narran el mundo. Es inaudito que preocupe más una charla sobre sexualidad impartida en el colegio que lo que un niño recibe por un dispositivo electrónico. Se trata de un desconocimiento flagrante de cuáles son hoy los canales de información de la infancia.

Resulta irritante, por encima de todo, esa voluntad de generar desconfianza hacia una escuela pública que solo preocupa para manosearla como argumento de confrontación. No hay que olvidar que los españoles subvencionamos la enseñanza católica estemos o no de acuerdo. Y todo este circo para prohibir charlas sobre sexo, respeto al diferente, vacunas y medio ambiente. Lo cual resulta un buen resumen del nuevo reaccionarismo mágico.

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