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Opinión - 26.01.2020

Príncipe, carnicero y espía

Con el espionaje saudí a Jeff Bezos, Mohamed Bin Salman exhibe de nuevo la impunidad que le otorga su amistad con Donald Trump

Nada sustituye a un buen amigo. Y más si es el presidente. Aunque no es fácil hacerse con su amistad. Puede que sea imposible, tratándose de un individuo narcisista, solo atento a la satisfacción de sus deseos y la defensa de sus intereses. Para ganárselo hace falta dinero, mucho dinero, más dinero incluso del que el propio presidente pueda disponer. Dicho de otra forma, hay que comprarle. Y Donald Trump es una mercancía cara.

Si alguien puede hacerlo es quien está sentado encima de una mina de oro inagotable, y mejor si además el oro es negro. Este es el caso de Mohamed Bin Salman (MBS), príncipe heredero de Arabia Saudí y hombre fuerte de un reino cuyo soberano, su padre, es un anciano enfermo. Su ascenso fulgurante y su actividad frenética, además de cruenta, tienen la bendición de la Casa Blanca, donde cuenta con la amistad no tan solo del presidente sino también de su yerno, el joven multimillonario neoyorquino del sector inmobiliario, Jared Kushner.

Sin tan alto acceso político nada se entiende de lo que ha sucedido desde que MBS se hizo con el poder. La guerra de Yemen, por ejemplo, en la que han intervenido las fuerzas saudíes, especialmente aéreas, pertrechadas por la industria de armamento estadounidense. O el asesinato, descuartizamiento y desaparición de Jamal Khashoggi, el periodista saudí cuyos artículos en The Washington Post molestaban a la familia real. Tampoco la salida a Bolsa de Saudi Aramco, ahora la primera empresa en capitalización bursátil del mundo. O actualmente, el espionaje telefónico a Jeff Bezos, el propietario de Amazon, mediante un virus de fabricación israelí introducido desde la cuenta telefónica personal del príncipe. Y más: la pasmosa impunidad con que se aplica la pena de muerte, normalmente, por disidencia política, tal como ha denunciado la asociación Reprieve, en un recordatorio del triste récord en número y crueldad de las ejecuciones que ostenta el país saudí.

Nada de todo esto, ni las cifras de los jóvenes decapitados en las plazas saudíes, impresiona a Trump. Tampoco impresiona a los numerosos deportistas, federaciones de fútbol y motor y productores de televisión que hacen sustanciosos negocios con las competiciones que celebran en sus estadios y desiertos. Con el detalle adicional de que algunos de ellos se aventuran a dar lecciones sobre democracia y derechos humanos en Europa, pero son ciegos, sordos y mudos a cuanto acontece bajo la protección del príncipe, carnicero y espía.

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