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Opinión - 09.05.2019

Por un relanzamiento europeo

El Parlamento Europeo debe dotarse de poderes de codecisión con los gobiernos en materias clave como la fiscalidad, el presupuesto plurianual o el establecimiento de recursos propios de la Unión

Hace 69 años, con la Declaración Schuman, los europeos pensaron que, gestionando en común el carbón y el acero, harían imposible la guerra entre ellos. Así, la UE nació del temor a repetir su pasado.

A pesar de todas sus carencias y errores, el balance histórico de la integración europea es globalmente positivo. Así lo creen el 68% de los europeos. Es el porcentaje más alto desde 1983, con España (75%) en la parte alta de los eurosatisfechos. Pero al mismo tiempo, el 50% piensa que la UE no va en la dirección adecuada. Y más del 60% ve con preocupación el auge de los partidos nacional-populistas, que se proponen revertir el proceso de integración.

Hoy, con la paz concebida como el estado natural de las cosas, rehabilitada Alemania y derrotada pacíficamente la Unión Soviética, nos faltan razones para más Europa. Pero el mundo es radicalmente distinto al bipolar de 1950, también al de hace 10 años, cuando estalló la crisis financiera, e incluso al de 2014, cuando Trump no era presidente, los británicos no habían votado el Brexit, no se había producido la crisis de los refugiados sirios, y todavía no considerábamos a China como un “rival sistémico”.

Y en este mundo interdependiente e interconectado, con nuevas tensiones geopolíticas entre países de talla continental, el tamaño cuenta, en términos de influencia, gobernanza y seguridad. Máxime teniendo en cuenta que, como nos advierten, Europa ya no puede basar su seguridad en el paraguas militar americano. La canciller Merkel tiene razón al decir que los europeos tenemos que asumir nuestro propio destino.

El conflicto en Ucrania nos recuerda el poder de Moscú en su antigua esfera de influencia. Se abre una nueva etapa de proliferación nuclear entre Rusia y EE UU, y un hipotético rearme atómico iraní. China trata de proyectar su poder económico en la esfera tecnológica y militar, expande su influencia empresarial en el Índico, en África y en algunos países de Europa, y aspira a diseñar geopolíticamente el mundo de mañana con la Nueva Ruta de la Seda.

La UE representa hoy, con sus 500 millones, solamente el 7% de la población mundial. De aquí a 2030 nuestra población no habrá crecido, pero sí envejecido, mientras India y China rondarán los 1.500 millones. En 2050 habrá 2.500 millones de africanos, y ninguna economía europea estará entre las siete con el PIB más elevado a nivel mundial.

Ante este panorama, solo una Europa más unida puede influir en la gobernanza mundial para que se rija por la cooperación multilateral y normas comúnmente acordadas, para asegurar su identidad y su defensa, la paz y la sostenibilidad ecológica, construyendo sociedades abiertas, pero a la vez cohesionadas como antídoto contra el totalitarismo.

Hay pues que definir en qué campos vamos a actuar más conjuntamente, y cómo vamos a tomar las decisiones sobre nuevas iniciativas europeas. Tan importante es lo segundo (instituciones) como lo primero (políticas), si queremos garantizar una adecuada legitimación democrática del proyecto de integración, tras la desafección creada por la crisis del euro y la aceleración de los flujos de inmigrantes a partir de 2015.

Necesitamos reforzar nuestra política exterior y de seguridad común. Y eso requiere abandonar, en lo posible, la regla de la unanimidad para conformar posiciones comunes, y desarrollar una capacidad estratégica autónoma y complementaria de la OTAN, en la que los europeos debemos tener más influencia. Europa debe aprender a actuar con una lógica de potencia y responder con medidas proporcionales a decisiones unilaterales agresivas, vengan de donde vengan, y dotarnos de instrumentos comunes para proteger nuestra seguridad y democracia.

Una seguridad que depende críticamente de la capacidad tecnológica, en áreas tan sensibles como el 5G, la inteligencia artificial, la biotecnología o la computación cuántica. Hoy, no hay ninguna empresa europea entre las 15 mayores protagonistas de la revolución digital. Europa debe impulsar la innovación y una política industrial que permita a nuestras empresas competir con las multinacionales americanas y chinas.

Es imprescindible contar con una Agencia Europea de Asilo fuerte en el marco de una política migratoria comunitaria eficaz. Cuando se han suprimido las fronteras interiores, hay que compartir los costes de gestión de la frontera exterior. Necesitamos una Europa que armonice los visados humanitarios y regule la inmigración económica, en colaboración con los países de origen y tránsito.

Para hacer frente a estos retos externos hemos de consolidar nuestra Unión en sus dimensiones monetaria, fiscal y social. No podremos ser fuertes en el mundo si la integración europea no garantiza una prosperidad compartida. La política monetaria no lo puede resolver todo; las condiciones macroeconómicas son muy distintas a las de los años noventa, cuando se firmó el Tratado de Maastricht. Entonces, hasta Alemania hacía frente a tipos de interés del orden del 5%. Hoy se financia a tipos reales negativos, y la inflación lleva años por debajo del objetivo del 2%.

Con un coste de financiación tan bajo, hay espacio para invertir a largo plazo en proyectos de gran rentabilidad social. Entre ellos los de un Green Deal que descarbonifique la economía, impulse el crecimiento y genere nuevos empleos. Pero no es posible pedir que se preocupen por el fin del mundo a los, demasiados, que les preocupa el fin de mes. Por eso, Europa debe aunar las políticas de cambio climático con las de la lucha contra la pobreza y la desigualdad.

Ahora que se ralentiza la economía de la eurozona, necesitamos un presupuesto del euro, financiado con impuestos comunes ligados al mercado único (transacciones financieras, una fracción de la base del impuesto de sociedades, beneficios de las grandes empresas tecnológicas…) y los beneficios del BCE.

Es también imprescindible reforzar la dimensión social europea, complementando los seguros nacionales de paro, o acordando un sistema de salarios mínimos atendiendo a las tradiciones nacionales y a la negociación colectiva. Si queremos que Europa sea percibida como protectora por sus ciudadanos hay que acabar con el modelo en el que la UE se encarga de la regulación macroeconómica y la redistribución fiscal queda únicamente en manos de los Estados.

Pero no bastará con ofrecer soluciones si no están suficientemente legitimadas democráticamente. Hay que abordar también las reformas institucionales, evitando soluciones puramente intergubernamentales que proyectan una idea de Europa tecnocrática, elitista y alejada de los problemas cotidianos que sufren las personas. El Parlamento Europeo, la institución que nos representa directamente a todos, debe dotarse de poderes de codecisión con los Gobiernos en materias clave como la fiscalidad, el presupuesto plurianual o el establecimiento de recursos propios de la Unión.

La pregunta existencial que los europeos vamos a contestar con nuestro próximo voto es qué lugar queremos tener en el mundo, ante y entre los nuevos bloques que representan China y EE UU. ¿Cómo evitar que el temor al futuro desintegre nuestra Unión y propicie el retorno a una idea fantasmal de la nación, protegida por muros que nunca podrán ser tan altos para aislarnos del resto del mundo?

Josep Borrell es ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación en funciones de España.

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