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Opinión - 06.04.2020

Cuidadora

No queremos la salud para volver a enfangarnos en formas de vivir que solo son formas de producir y reducen nuestros cuerpos a carne de enfermedad y pasto de adicciones

Sin pelo no hay alegría y, sin salud, no hay prosperidad ni hostias. Resultaba bastante imprevisible que un bicho atacase nuestro obtuso sistema inmunitario para frenar nuestras inercias en seco y aletargarnos igual que las hadas buenas de La bella durmiente dejan grogui a todo un reino para fingir que el tiempo no pasa amortiguando así la percepción del horror. Tenía que llegar este bicho para que comenzáramos a formularnos preguntas filosóficas, sociológicas, económicas, pertinentes. Hacía falta que un virus nos tatuara en la piel la entropía, las ventajas ecológicas de la desaparición de la especie humana y la imposibilidad de controlarlo todo. Un virus, con incorrectísima violencia educativa, nos abre las puertas de la razón o el tercer ojo —Lobsang Rampa nos hizo daño— a la certeza de que nuestros mayores problemas universales, según fuentes publicitarias, no son ni estreñimiento ni neurosis.

No obstante, igual que sin salud de poco sirven lápiz, martillo o aguja, también es cierto que los sistemas económicos inhumanos, orientados por la brújula de la desigualdad y el acaparamiento de objetos brillantes en el nido de la urraca, nos convierten en personas workahólicas, enfermas, medicadas: ni siquiera nos permitimos elogiar la pereza en pleno confinamiento y buscamos hiperactivamente recursos para no dejar de producir imagen, marca, promesas de futuro. El integrismo capitalista mina la salud y nos destruye: primero a los individuos vulnerables, expuestos a la intemperie, luego a todos los demás. Por eso, cuando observo cómo la derecha planetaria intenta hacer política a medio plazo esgrimiendo el hambre que pasarán autónomos y autónomas, o exaltando las buenas acciones de las empresas privadas frente a la inoperancia de un sector público al que se ha precarizado durante décadas quirúrgica y minuciosamente; cuando veo cómo se alarman ante las orejas del lobo de hipotéticas nacionalizaciones mientras vuelven a elogiar la beneficencia que baña de bondad a los reyes midas, los futbolistas con boca de hierro y otros deportistas, que también durante décadas no tributaron en este país, y después organizan fundaciones solidarias porque la pasta les sale por las orejas —de lobo con piel de corderito—; cuando me percato de esa malversación de los fondos del sentido común, se me dilatan las pupilas y, como los animales —cisnes, oseznos, jabalíes—, tomo la calle para gritar que no queremos la salud para volver a enfangarnos en formas de vivir que solo son formas de producir y reducen nuestros cuerpos a carne de enfermedad y pasto de adicciones. Tenemos que decidir qué echamos de menos y qué de más. No incurrir en los mismos errores. A primeros de abril, Naomi Klein, autora de La doctrina del ‘shock’, concedía una entrevista a El Salto: “La gente habla sobre cuándo se volverá a la normalidad, pero la normalidad era la crisis”. Se impone la idea del cuidado no solo a escala doméstica, sino a una escala pública y estatal. Cuidados que nos salven de la crueldad de los mercados, la vida a crédito, la lengua fuera, y de la amnesia europea respecto a uno de sus principios comunitarios fundadores: el concepto de solidaridad forzada que en Alemania o en Holanda confunden con rescates flojitos. Dios y diosa aprietan y, en este caso, además ahogan.

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