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Opinión - 08.02.2020

Cuerda para rato

El humor y la imaginación son las dos armas principales que los humanos tenemos para seguir adelante

El 23 de junio de 1983, un joven periodista y un fotógrafo atravesaban la provincia de Soria en dirección a San Pedro Manrique, el lugar en el que cada noche de San Juan la gente cruza descalza sobre las brasas en un rito que algunos quieren solsticial y otros celtíbero, de adoración a la naturaleza y a los dioses primigenios. Al coronar el puerto de Oncala, que divide Soria en dos partes (y separa las aguas que van al Duero y al Ebro), el periodista y el fotógrafo encontraron a un grupo de personas que, dispersos por la ladera oriental del puerto, rodaban una película en ese momento. Naturalmente, el periodista y el fotógrafo se detuvieron. Enseguida reconocieron entre los presentes a algunos de los actores más populares del cine español: Agustín González, María Luisa Merlo, Luis Ciges, Enriqueta Carballeira, Miguel Rellán, José María Caffarel, Chus Lampreave… Al director, un tipo alto con sombrero y barba que daba órdenes a los técnicos al tiempo que bromeaba con los actores, que aguardaban sentados en la hierba a que les llamaran para rodar, no lo conocían. Tímidamente, el periodista le preguntó al productor, al que su compañero fotógrafo le presentó, de qué iba la película. “¿Ves ese pueblo de ahí?” —señaló el productor al que se veía cerca, apenas 40 casas arracimadas en un vallejo (era Oncala, el pueblo de trashumantes que da nombre al puerto)—. “Es Londres después de la explosión nuclear”.

El periodista y el fotógrafo siguieron su camino, pero el primero nunca olvidó aquel rodaje, cuyo resultado, Total, tardaría en ver. Con el tiempo, el joven periodista —que era yo— conocería también al director de la película, incluso compartiría con él alguna conversación, una de ellas cara al público (con Juan Cruz como agitador) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, de la que guardo un recuerdo gozoso, tan gozoso como de la filmografía de Cuerda, cuya producción he visto al completo. Porque Cuerda es de esos directores a los que, si se les ama, se les sigue hasta el final, perdonándole los altibajos cuando los tiene. Yo soy de los que le aman y por eso le perdono todo.

A estas alturas de la semana, personas con más criterio que yo han escrito sobre él, sobre su filmografía y su “surrealismo rural” (yo no creo que Cuerda fuera surrealista, simplemente era un coñón albaceteño), pero no quiero, a pesar de ello, dejar pasar la oportunidad de declarar por escrito mi admiración por su cine, que a mi entender entronca con lo mejor de la tradición literaria española, esa que viene del Arcipreste de Hita y el Lazarillo y que enhebra, entre otros muchos, a Cervantes, Quevedo, el Padre Isla, Valle-Inclán y Wenceslao Fernández Flórez, además de a todos los creadores anónimos de ese universo disparatado y feliz que nos representa tanto y que cuajaron en las películas del director de cine manchego, especialmente en esa trilogía que, junto con Total, integran Amanece, que no es poco y Así en el cielo como en la tierra. Un universo disparatado que tanto nos ayuda a sobrevivir a la solemnidad creciente y que nos recuerda que el humor y la imaginación son las dos armas principales que los humanos tenemos para seguir adelante, dándole cuerda al reloj de la vida para que no se pare. Por suerte, tenemos Cuerda para rato.

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