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Opinión - 03.12.2018

Campeonas

Si algún día el fútbol femenino se convierte en un negocio, por desgracia todo cambiará pero, de momento, le han robado protagonismo a la final madrileña de Libertadores

Ha pasado en el vértice de la insensatez más descomunal. Es difícil describir de otra manera la extravagancia de traerse a Madrid, a doce horas y pico de vuelo transoceánico, el partido de vuelta de la Copa Libertadores. Un partido que podría haberse jugado en el campo del River Plate a puerta cerrada, en cualquier otro estadio de Argentina con o sin público, o en Montevideo, en Santiago de Chile, en Lima, en Río, a muchas menos horas de vuelo de distancia y sin apenas diferencia horaria. Cualquiera de esas opciones habría sido más equitativa, más lógica, más sensata, más barata. Pero en el fútbol moderno el dinero manda sobre todas las cosas, y se ha optado por penalizar a los hinchas pobres, incluidos aquellos que tenían ya una entrada comprada para asistir a un partido que nunca se celebró, para privilegiar a los ricos, esos que pueden venirse de Buenos Aires a Madrid sin pensárselo, de un día para otro, el pasatiempo favorito de los argentinos adinerados de toda la vida. Por eso resulta tan emocionante que precisamente ahora, y sólo ahora, España haya vuelto a ganar un campeonato mundial de fútbol. La selección femenina sub-17, unas crías, ha hecho tal hazaña que a la prensa deportiva no le ha quedado más remedio que contárnosla. Hace una semana, nadie sabía quién era Claudia Pina. Ahora sabemos que marcó dos goles en la final, pero su nombre, su puntería, no valen tanto como las imágenes de la felicidad de unas chicas que juegan al fútbol porque saben, porque son buenas, porque les gusta. Si algún día el fútbol femenino se convierte en un negocio, por desgracia todo cambiará pero, de momento, le han robado protagonismo a la final madrileña de Libertadores. Y eso tiene casi el mismo mérito que traerse el Mundial a casa.

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