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Opinión - 09.12.2019

Verdadosa

Hay una derecha pragmática que legitima la explotación activando la idea irracionalista de que la realidad solo es una representación mental

Cuando éramos pequeñas y una niña envidiaba nuestra imaginación para el relato fantasioso, utilizaba un insulto: “¡Mentirosa!”. Las niñas juglarescas que se inventaban que su piso tenía siete cuartos de baño, en sensible premonición de las villas meonas y la burbuja inmobiliaria, las impúdicas niñas de lengua libre, que se desnudaban con cada una de sus, no mentiras, sino ficciones, respondían rabisalseramente: “¡Verdadosa!”. Con su neologismo mostraban la importancia que los juegos morfológicos conceden al lenguaje y la conveniencia de que, incluso en las narraciones fabulosas, la verdad, como utopía laica y realizable en las ciencias físicas y humanas —en la poesía también—, establezca vínculos respetuosos con quienes nos escuchan. La verdad no es cualidad de lo real, sino una manera de describirlo; un modo de decir, la veredicción, y un horizonte del conocimiento que se relaciona con el lenguaje y el hilo que lo engancha a lo real. La verdad es un proceso de búsqueda y un producto irrenunciable para la evolución del ser humano. Asunto lingüístico, ético, estético y político. Esta reflexión es relevante cuando incluso los datos que sirven para formular leyes se obtienen desde presupuestos sesgados —lean Ahora contamos nosotras, de Cristina Fallarás—, se encadenan los bulos y manejamos una palabra de clase alta, “posverdad”, para camuflar construcciones adulteradas de la historia. Mentiras que calan conciencias, y configuran prejuicios con los que valoramos presente, pasado y futuro, y gestionamos pautas de actuación.

Manuel Rivas, en su artículo de El País Semanal del 24 de noviembre, explica por qué, al calificar el golpe de Estado en Bolivia no lo llaman así. Gracias a los Textos críticos del arquitecto y catedrático de proyectos de la Escuela de Arquitectura en la Politécnica de Madrid, Antonio Miranda, entendemos que en el dicho popular y coplero de que “nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira” se asienta el relativismo de una derecha pragmática que legitima la explotación activando la idea irracionalista —nietzscheana, heideggeriana, hitleriana— de que la realidad solo es una representación mental —¿es el precariado una representación mental?—. Con esos mimbres se puede decir impunemente que las Trece Rosas violaban y mataban, y se hace demagogia con que “todo el mundo puede opinar de todo”. Ruido, confusión, bruma en la que se pierde la diferencia entre conocimiento y opinión. Sin embargo, ante algunos acontecimientos sí puede opinar todo el mundo expresando su repulsa: una chica tenía miedo de que su rechazo frente a la sentencia para ciertos violadores pudiese desoírse al no ser especialista en leyes. Coherencia, respeto por la verdad, educación pública y antiaristocratismo intelectual que no desdeñe las opiniones de quienes no han tenido privilegios, pero que tampoco empodere cuñadismo, refranero o sentido común, como reflejos de la ideología dominante. A quienes han disfrutado de privilegios, pero han preferido ser medularmente incultos, incluso necios, que les den morcilla: camadas de esas élites mediáticas, campechanas y golferas, señoritas y señoritos que no leen, van a los toros, bailan sevillanas y reguetón, se ponen mantilla, organizan rastrillos benéficos y ahora, tan democráticamente, votan a Vox. Más verdadosa ya no puedo ser.

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