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Opinión - 14.08.2019

Vaciar para construir: la fuente de Aschrott

Creo que hay una energía de las cosas que desaparecen y que persiste aunque no la percibamos

Estamos tan necesitados de símbolos y presencias que hemos olvidado una verdad elemental: la manera más elocuente de demostrar que algo se ha producido es hacer notar —paradójicamente— su ausencia, delinear el hueco que ha dejado su volumen. La ausencia de las personas, al igual que los dibujos a tiza de los cadáveres en las películas de cine negro, suele demostrar ese principio con una elocuencia dolorosa, y algo parecido ocurre también con los objetos. En una entrada de su diario, J. R. Ackerley se quejaba de que habían talado un árbol gigante en el parque de Wimbledon, un árbol centenario de tronco geminado bajo el que solía pasar cuando salía de casa. Al desaparecer, Ackerley se preguntaba no tanto qué había sido del árbol como en qué lugar había quedado ese “hueco” del tronco. ¿Hay una energía de las cosas que desaparecen y que persiste aunque no la percibamos? ¿Queda impregnado de esa ausencia todo lo que construimos apresuradamente para encubrir que algo ha dejado de estar presente? Siempre he creído que sí y que no aceptarlo requiere por nuestra parte un activo ejercicio de negligencia.

Hace unos días mi amiga Isabel Cadenas Cañón me contó una historia que me fascinó: la de la reconstrucción de la fuente de Aschrott, un monumento de la ciudad de Kassel —construido por un benefactor de origen judío— que había sido destruido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, a modo de castigo para una comunidad que acabó sus días casi al completo en campos de exterminio. La fuente de Aschrott, en plena plaza del Ayuntamiento, sufrió varias reconstrucciones durante los años posteriores a la guerra. En 1963 las autoridades civiles quitaron los parterres de flores que pusieron los nazis y decidieron reconstruirla con unas prisas que apestaban a mala conciencia. Nadie en Kassel quería que le recordaran su vínculo con el odio racista que había provocado la destrucción de aquel monumento civil, de modo que copiaron de nuevo la fuente extinta, activando un interesante debate relacionado con la memoria: ¿Tenemos derecho a reconstruir las cosas y desvincularnos sin más? ¿Es ético pagar la cubertería y fingir que no hemos matado al comensal? Afortunadamente el Ayuntamiento optó finalmente por una decisión audaz. Durante la Documenta 8 la ciudad encargó a Horst Hoheisel una “intervención” que hiciera recordar que la fuente había sido objeto de un ataque racista que no debía ser olvidado. Hoheisel evitó un monumento “pedagógico” y trabajó precisamente sobre la idea del hueco que había dejado en los habitantes la destrucción de la fuente original. En vez de construir un memorial incendiario, decidió horadar en el suelo la misma figura de la fuente, es decir, hacer una fuente invertida y subterránea, que tuviera exactamente la misma forma que habían destruido los nazis, pero en el subsuelo. Por ella también caería agua, pero un agua que no se vería, solo se oiría. Con una pequeña superficie agujereada en el suelo —donde se mantiene la figura del monumento— el paseante puede oír hoy cómo cae el agua, pero no ver la fuente que está bajo sus pies. Todo un caso ejemplar de “contramonumento” (Gegendekmal), una obra memorialística que pone en cuestión su propia existencia y explora la tensión entre la necesidad de recordar y la fobia a hacer una aleccionadora “pedagogía civil”. Hoheisel no levanta una placa para explicarnos lo malos que fueron los nazis, se limita a marcar con tiza al cadáver y nos invita a sacar nuestras propias conclusiones. Quien quiera entender, que entienda.

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