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Opinión - 20.05.2019

Urgencias autonómicas

La reforma de la financiación tiene que negociarse con lealtad y sin demoras

La reforma de la financiación autonómica es una de las cuentas políticas en números rojos que trasladaron los Gobiernos de Mariano Rajoy a Pedro Sánchez. La reforma debería haberse negociado y aprobado en 2014, pero la crisis política catalana aconsejó demorar la negociación. Cinco años después, nada se ha avanzado en la reforma, salvo la redacción de recomendaciones generales elaboradas por un grupo de expertos y de representantes autonómicos que yace en alguno de los cajones del escritorio de la ministra de Hacienda en funciones, María Jesús Montero.

El problema es que el retraso, que nada ni nadie puede justificar hoy, está estrangulando las fuentes de ingresos de las comunidades autónomas, en particular Valencia, Murcia y Andalucía; que los servicios públicos básicos en estas autonomías empiezan a degradarse a ritmo acelerado, que su deuda aumenta, que no se paga a los acreedores y que su propio funcionamiento administrativo se aproxima al colapso. Se recortan servicios, se demoran prestaciones y se recurre a elevar la deuda con el fin de sufragar servicios transferidos que forman parte del Estado de bienestar debido a todos los españoles. El Gobierno parece entender las dificultades reales de las autonomías desde el momento que ha prometido a Bruselas que abordará la reforma de la financiación en esta legislatura.

Lo que en 2014 era necesario, hoy es urgente. Es perentorio enfrentarse al fenómeno de la despoblación y a su inmediata consecuencia, financiar servicios básicos como la educación o la sanidad en zonas de población muy dispersa; decidir cómo se aliviará la carga de la deuda autonómica sobre los Gobiernos regionales, por ejemplo, aplazando los vencimientos y bajando los intereses; establecer principios básicos duraderos de reparto, y establecer mínimos de gravamen fiscal para todos los impuestos. Los tributos cedidos, como el de sucesiones, tienen que estar sujetos a una imposición mínima, para evitar que algunos Gobiernos regionales decidan reducir prácticamente a cero un gravamen, como ha hecho Andalucía con el de sucesiones, y reclamen fondos al Estado para cubrir la recaudación perdida.

Los principales obstáculos para la reforma son políticos. Sánchez tiene que tomar una decisión básica: o inicia las negociaciones aunque Cataluña no participe en ellas o espera a que se resuelva el problema catalán. Puesto que no es previsible que se llegue a un pacto de Estado que resuelva, durante este año o el próximo, los problemas planteados por el independentismo, la elección no es difícil. Torra y su Gobierno tienen que entender que si la Generalitat se niega a entrar en una negociación, estará incurriendo en la práctica en un bloqueo a la financiación del resto de las comunidades; bloqueo que Valencia y Andalucía no pueden soportar por más tiempo.

Por supuesto, hay que contar con que la reforma de la financiación se hará de buena fe. Dadas las graves dificultades financieras de algunas comunidades, el boicot o los entorpecimientos provocados estarían de más. Si los Gobiernos autonómicos se justifican por la proximidad con que prestan servicios a los ciudadanos, justo es que reciban un reparto pactado con lealtad.

 

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