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Opinión - 12.02.2019

Síntoma y problema

El juicio más benévolo que uno puede hacer del PSOE es que no sabe muy bien hacia dónde se dirige. No tiene brújula

El resultado electoral en Andalucía ha sido sintomático de una situación y expresivo de un estado de ánimo. Para un viejo socialista, una señal más de que la socialdemocracia se está desmoronando o bien transformándose en otra cosa en la que muchos ya no se reconocen. Desde la posguerra en Europa, la socialdemocracia se ha identificado con el socialismo liberal. Tras el convulso periodo de entreguerras, el rendimiento de este proceso no ofrece dudas. Nunca en suelo europeo ha habido tanta paz civil, justicia social, Estado de derecho y democracia como en estos 70 años. Y fue viable porque una parte importante de la izquierda devino reformista y consolidó un pacto social con la derecha. Unos y otros abandonaron toda veleidad extremista. Justamente es lo que más se necesita hoy y lamentablemente no está disponible por distintos motivos: incumplimientos, incompetencia de los actores institucionales e impotencia “sistémica”.

Esto no es de ahora. Cuando en el verano de 1993 dejaba el Congreso de los Diputados para marchar a estudiar fuera, Javier Pradera me despedía con una exclamación casi de horror: “¡Pero qué hemos hecho para llegar hasta aquí!”, consciente de la dimensión de los escándalos políticos que arreciaban. Las alertas sonaron hace tiempo. Pero casi nadie pareció escucharlas en el PSOE. El desconcierto se apoderó del partido a medida que aumentaba el declive de Felipe González.

Desde finales de los ochenta, el mundo ha ido cambiando sin que en el interior de las organizaciones políticas se hayan percatado del calado de tan profundas transformaciones. Los ocupantes de los partidos estaban y están a lo suyo, satisfacer así su interés primordial: vivir de la política. La supervivencia política depende del éxito de un régimen clientelar que les facilite una cooptación eficaz para lograrlo. El precio ha sido el auge de la figura del político rampante, unas organizaciones silentes, vacías de contenido. Y cuando rompen su silencio, es para montar un bochinche lamentable. Ocurrió en aquel bochornoso Comité Federal del PSOE de 2016. Unos y otros “dieron la talla”.

La falta de respuesta apropiada a estas transformaciones ha hecho que el PSOE, y no solo él, se haya ido convirtiendo en algo irreconocible según los criterios valorativos del socialismo liberal que nos enseñaba Norberto Bobbio. Desde Zapatero a Sánchez, el PSOE ha tenido un comportamiento errático; no para de dar bandazos doctrinales y estratégicos. Por la mañana abrazaba el social-liberal de Rawls; a mediodía, el republicanismo de Pettit, y al atardecer, una versión de la tercera vía que venteaba el último en llegar. Unos días levanta la bandera medioambiental; otros, abraza al completo el relato feminista, lo mismo le vale el identitario que el de la igualdad; y todo ello sin que medien filtros racionales y críticos como corresponde a un partido de tradición ilustrada. El juicio más benévolo que uno puede hacer del PSOE es que no sabe muy bien hacia dónde se dirige. No se atisba sentido ni dirección. No tiene brújula; pero sí brujos demoscópicos que cambian sus pronósticos según sopla el viento.

Se recurre a veces a la gesticulación política imperante, ese estilo de hacer política que amenaza imponerse a derecha e izquierda: cesarismo, vuelo gallináceo, sobreactuación retórica y el cuento (ahora llamado relato). Y si, además, el líder está urgido por la necesidad, se agarra a quien se presta. En Andalucía, la derecha se ha valido de una mala y agreste compañía para gobernar. Pero algunos de quienes prestan apoyo a Sánchez para seguir gobernando son, si cabe, aún menos recomendables. Con golpistas, separatistas y Bildu, uno solo puede aproximarse a las puertas del infierno. Alertar a los ciudadanos y al político de que eso puede ocurrir es, decía Maquiavelo, la misión del que piensa políticamente.

Y es que si decae la sociedad liberal y sus elementos constituyentes, desaparece el socialismo liberal. Sin autonomía moral, tolerancia, aspiración a la verdad, información solvente, pluralismo, organización de intereses y voluntad de inclusión, fenece el entramado institucional de la democracia. Sin Estado de derecho firme, unido, respetado y eficaz, sin una representación política congruente con sus distintivos, no hay democracia ni justicia social. Esta debería ser principal preocupación y afán primordial de los líderes de un partido respetuoso con lo mejor de su herencia e inspiración. De lo contrario, estarían arruinando las esperanzas de muchos ciudadanos que añoran reformismo político y social.

Hace más de 40 años, cuando asomaba nuestra democracia, un socialista liberal tenía certeza de cuál era su sitio y quién le representaba. Y se explica: aquel viejo y nuevo PSOE superó pronto la empachera de una retórica izquierdista, incongruente con el patrocinio de la socialdemocracia de la época. Reconozco que la situación actual es muy distinta y más difícil. Solo ruego a estos dirigentes que se pregunten buscando más información que autobombo lo siguiente: ¿hacia dónde va el PSOE?

Ramón Vargas-Machuca es profesor de Filosofía Política.

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