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Opinión - 17.02.2019

¿Quién es el tercero?

La guerra a cuatro bandas que se juega en Europa marcará un año crucial en la definición del proyecto comunitario

Mientras los Estados continúan ensimismados en sus quehaceres domésticos, el juego político en tierra europea sigue sufriendo convulsiones tectónicas. La salida interrupta de Reino Unido ha provocado un desplazamiento de placas en los bloques de poder: a la supuesta revitalización del eje franco-alemán le acompaña la pugna por entrar en la terna de mando y completar un G3 europeo. La Italia de Salvini ha renunciado a esa función, y Polonia, otro posible candidato, prefiere maquinar desde Varsovia el advenimiento de la Internacional Soberanista de Europa con sus colegas de Visegrado.

Durante su breve mandato, Pedro Sánchez ha jugado a ocupar el espacio a la izquierda del eje París-Berlín: conservadores democristianos, liberales y socialdemócratas dibujarían, así, el colorista cuadro de familias políticas repartidas por la geografía de la Unión. Pero un inteligente halcón liberal, encarnado en la figura espigada del primer ministro holandés, Mark Rutte, olfatea la presa aspirando a sustituir a los británicos como dique de contención de cualquier reforma que apueste por una verdadera convergencia europea.

Esa idea de convergencia, precisamente, fue uno de los objetivos de la integración por los que más luchó España: la progresiva equiparación de la realidad socioeconómica de los Estados miembros y del bienestar de la ciudadanía. Frente a ello, contrasta la advertencia de Rutte: “Soy favorable a una zona euro fuerte, pero eso no se consigue a base de transferencias norte-sur”. Por lo visto, en su cabeza Europa se divide entre norte y sur, en un revelador eufemismo para no decir ricos y pobres, una relación tan metafórica que, además, se condiciona con “transferencias”. ¿Qué es, entonces, Europa para el líder de esta especie de Liga Hanseática rediviva? Un simple espacio de libre mercado en el que “cada país debe poner su casa en orden”.

Rutte no cree en una unión política, ni mucho menos en que la solidaridad sea el motor de una integración que apueste por la estabilidad, el bienestar y la prosperidad de todos los países miembros. La ambiciosa idea de una identidad colectiva se sustituye, así, por los consabidos juegos nacionales de poder, y no deja de ser curioso que el oponente más firme de esta liga de halcones pertenezca a su misma familia política. Macron, en su esforzado envite en pro de la integración, es un solista perdido en un concierto donde nadie parece tocar su misma partitura. Este juego a bandas que se dirime en Europa marcará un año crucial en la definición del proyecto comunitario, mientras en España, ensimismados en nuestras propias pequeñeces identitarias, no pasamos de meras proclamas ondeando sin parar todas nuestras banderas.

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