Opinión - 27.11.2018

Paco

Ahora Francisco Calvo Serraller es, para los vivos, un arcano.

Coincidimos en la universidad madrileña cuando todavía cantaba Marisol y siempre fue un hombre animoso y sagaz, pero en los últimos meses recibió el mazazo definitivo después de haber recibido tantos otros. Nos veíamos con frecuencia porque compartíamos barrio y yo observaba su decaimiento con inquietud: cada día era menos dueño de su cuerpo. Estoy persuadido de que aceptó la muerte como una liberación, no para él, sino para aquellas personas que de él cuidaban.

Para los amigos siempre fue Paco, aunque sus innumerables discípulos lo llamaran Francisco Calvo Serraller. Ha sido uno de los más sobresalientes pedagogos que ha dado la posguerra española en un terreno, el arte, que, como él mismo, sufría una enfermedad degenerativa. No se dedicó a los estudios artísticos por cálculo práctico, sino por pasión intelectual. El arte era un depósito de significados donde rebuscaba algún sentido para nuestra existencia. La vida es breve y, para él, dramática, por eso la urgencia de algún sentido es acuciante cuando se esfuma el consolador espejismo de la religión. Puede alguno creer que será la ciencia la que entienda nuestra radical insignificancia. Otros lucharán por mantener una vida digna a pesar de la nada que nos acecha. Pero los hay, como Paco, que no se resignan y encuentran en el arte un diccionario de la existencia a través de los siglos.

Acabo de leer lo que quizás sea su último escrito, el prólogo a un curioso librito sobre El vino de la fiesta de San Martín de Bruegel, breve e intenso texto de Alicia Rodés. Insiste Paco, por última vez, en el “irreductible misterio” del arte, nuestro asidero final. Ahora él es, para los vivos, un arcano. También, de algún modo, un signo tan insondable y magno como una obra de arte.

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