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Opinión - 19.12.2018

Otro día de furia de Casado en el Congreso

El líder del PP eleva la temperatura en cada intervención pública aunque eso les centrifugue a un pulso con el partido de ideario xenófobo y machista

Entre los mantras de la campaña triunfante de Vox hay que destacar ese de la derecha acomplejada. Era el modo en que Abascal y los suyos apelaban a una autenticidad fetén, más de derecha que el Capitán Trueno, frente a la tibieza de PP y Ciudadanos. Esto supone una novedad. En la derecha ha escaseado la autoafirmación rotunda; y mientras Zapatero podía proclamar orgullosamente un “soy rojo” de solemnidad, desde Fraga nadie en la derecha proclamaba “soy un señor de derechas de toda la vida”. Rajoy a lo sumo ofrecía un talante previsible y con sentido común. Pero desde hace años en la derecha circula con cierto éxito el apodo para Mariano de Maricomplejines, por un centrismo que hoy parece tan remoto como Farout, en los límites del sistema solar. Una semana más, Casado ha acudido a San Jerónimo dispuesto a acabar con ese sambenito. El joven líder del PP eleva la temperatura en cada intervención pública, en cada corte seleccionado para que los followers en las redes le den al like compulsivamente, aunque eso les centrifugue a un pulso con el partido de ideario xenófobo y machista.

Casado tiene inclinación a ejercer de killer retórico. Formado en la penúltima escuela de los republicanos estadounidenses —aunque su máster de Harvard haya resultado un fraude— emula su primer mandamiento de actuar sin complejos. Y reproduce el espíritu del trincherismo verbal de Sarah Palin, elevada a american madeleine por el Tea Party: “No retrocedáis, ¡recargad!”. Casado sabe que el original vende mejor que la copia, y le disputa a Vox la derecha desacomplejada. Hoy ha vuelto a recurrir al “váyase” de la reaznarización del PP y ha elevado la puja con un «Torra quiere un derramamiento de sangre y una guerra civil». Eso es afrontar el fuego irresponsable de Torra, tras apelar a la vía eslovena, con gasolina. El discurso nacionalpopulista es reactivo ante otros discursos nacionalpopulistas —y vale todo, una chica asesinada o una patera—, porque además se nutren de la idea de un enemigo. Y ese es el estilo cada vez más generalizado en la conversación pública española, desde el independentismo catalán a Vox, desde el abertzalismo a Podemos, aunque estos hayan rebajado bastante la metralla verbal de su asalto al cielo. Casado no está en la línea de apagafuegos sino de pirómano.

Y la derecha-sin-complejos vende orgullo. En su estupendo ensayo Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (Debate, 2017), Mark Thompson vinculaba efectivamente la lógica de la autenticidad y el deterioro del lenguaje racional: “Hoy en día el autenticismo vuelve a estar en auge, y con él han regresado también algunas de sus viejas tentaciones: la agitación política, el flagrante desprecio por la verdad, el coqueteo con el extremismo más desatado”. El lenguaje es la piel de esa mutación. Y aunque ciertamente la political correctness ha dejado demasiado espacio al renunciar a llamar a las cosas por su nombre, el populismo o el nacionalpopulismo vende la voz genuina del pueblo frente a la retórica del establishment. De Berlusconi a Trump, de Putin a Bolsonaro, los iconos en auge tienen un ADN reconocible que emulan los salvinis y abascales. Thompson concluye que “la brecha de incomprensión que separa a racionalistas y autenticistas es más ancha que nunca”. Nuestros autenticistas, de hecho, acuden cada miércoles a San Jerónimo con el grito de Sarah Palin en la recámara: “¡Recargad!”. Que, si bien se mira, es muy semejante al “¡apreteu!” de Torra.

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