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Opinión - 19.05.2019

Narcisismo infantil

Puigdemont, Rivera y Abascal parten de la creencia de que humillar a otros les empodera, y es así como viven su peculiar bucle melancólico

Indignación y esperanza fueron las emociones de la política del 15-M, cuyo aniversario celebramos. Entendimos entonces que la percepción sobre la injusticia de nuestros jóvenes nacía de la frustración ante una realidad que detestaban, pero que experimentaban unidos a un fuerte deseo: trabajar por un futuro mejor. Y casi atisbamos que en ese tránsito de la emoción al deseo podía surgir una canalización racional de cooperación constructiva para afrontar este mundo incierto que tanto miedo nos da a todos.

La operación no es sencilla. Las emociones son primarias, por eso la llegada al estado adulto consiste precisamente en controlarlas. Los niños son impulsivos, egoístas, incapaces de tener en cuenta al otro y ensayar la imaginación empática, eso que los filósofos llaman “el yo ampliado”: vivir otras vidas para entender el mundo que nos rodea. Esta reciprocidad solo se consigue con la lectura, la educación, el diálogo; forma parte de una sofisticación racional que, a diferencia de las emociones, hemos de cultivar y que nos hace dueños de nosotros mismos, soberanos de nuestro destino. Los ilustrados llamaron “autonomía” a esta forma de libertad, pues solo imponiéndonos a nuestras pasiones salimos del inevitable solipsismo infantil.

El 15-M intentó en sus inicios practicar esa deliberación racional para ampliar la democracia a partir de lo que una parte de la sociedad sentía como injusto. Pareció entender que quedarse en la venganza, la culpabilización o el señalamiento del otro para conseguir un empoderamiento ficticio solo acentúa ese narcisismo infantil que lo invade todo si no se apuesta por un trabajo constructivo. Hoy, de nuevo más cínicos, recordamos que los liderazgos son catalizadores de los estados emocionales; apaciguan, como Rubalcaba, trascendiendo los réditos cortoplacistas de la excitación pasional, o enervan y azuzan el conflicto, como Puigdemont, Rivera o Abascal.

A su modo, los tres incurren en la política de la culpa, de la caza de brujas, de la demonización del otro: los españoles nos roban, los socialistas se venden a populistas y golpistas, los inmigrantes nos quitan el trabajo… Los tres parten de una falacia: la creencia de que humillar a otros les empodera a ellos, y es así como viven su peculiar bucle melancólico, estancados en un castigo vengativo que hace del mundo un lugar más inhóspito para todos. Viviendo en el desplante continuo, creen honrar ese concepto tan taurino de la virilidad y que Ferlosio describía avergonzado como el “alma-hecha-gesto de la españolez”. Nuestras derechas se solazan con vacíos signos de hombría que ocultan un síntoma de debilidad y decadencia: la reacción infantil de quien vive obsesivamente en el pasado.

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