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Opinión - 19.05.2019

Melancolía o chulería

Los ciudadanos deberíamos reaccionar ante estos bravucones poseedores de una única razón, la suya

Dicen que no conoces bien a tu hermano hasta que no llega el momento de repartirse una herencia, ni a tu pareja si no te ves en la situación de acordar un divorcio. Todos los dichos populares se me antojan deprimentes por la idea miserable que muestran del ser humano. Pero admitamos que si existen es porque reflejan situaciones recurrentes. Este de las herencias y los divorcios lo leí en un reportaje del Expresso portugués sobre el bullying entre hermanos. ¿Hay que admitir que cualquier amor puede degradarse, sea filial o sentimental, cuando se trata de ceder algo para alcanzar un punto de acuerdo? Escuché hace bastantes años al magistrado Martín Pallín afirmar que las organizaciones vecinales debían evitar que los conflictos entre vecinos acabaran en un juzgado. Esta idea, escuchada en mis años de formación, se me viene a la mente cada vez que observo cómo esa incapacidad emerge en la vida pública y sacude nuestra convivencia.

Estos días pasados en Suecia he comprobado cómo su concepto de democracia, en el que por sistema cualquier decisión se discute, ha surgido en la conversación en varias ocasiones. Muchas veces en comparación con la estéril vehemencia española. El que pierde, en una democracia activa, no es el que se sale con la suya, sino el primero que tira la toalla y se levanta de la mesa. El ejercicio tenaz del consenso es pesado, todas las decisiones resultan lentas, y requieren de la santa paciencia de los interlocutores que asumen que hasta las infraestructuras requieren años de debate. Concebir que no se trata de ganar sino de estrechar las manos del adversario al final de un proceso requiere un compromiso ético. Tienen alguna línea roja, desde luego: la extrema derecha, por ejemplo, está excluida de cualquier acuerdo. Y eso es algo que se deja claro antes y después de unas elecciones.

Me pregunto qué es entonces lo que ocurre en España y qué quieren decir algunos cuando se declaran a sí mismos europeístas. En los últimos tiempos, lo que muestra nuestra clase política, dispersa en partidos que habrán de llegar a grandes o puntuales acuerdos si no quieren convertir el país en un disparate, es una especie de empeño ciego y egoísta en frustrar el curso de cualquier entendimiento. Mala pedagogía para el pueblo. Genera desapego en los ciudadanos, que vemos cómo solo prevalecen los intereses partidistas. Y es que hasta para hacer una buena oposición, desde la derecha, la izquierda o el activismo, debe haber un Gobierno.

Contamos, además, con una tozuda nostalgia de aquella primera etapa de la democracia, que algunos definen con insistencia como más sólida que la de ahora, con políticos más instruidos e instituciones más respetadas. ¿No será que quienes sostienen esa imagen idealizada del pasado reciente se han hecho mayores y no quieren recordar los vergonzosos episodios que cada época contiene? ¿No hay en esa melancolía una falta de generosidad y una actitud autoindulgente?

En este presente que vivimos la negociación permanente va a ser la norma, y ay de aquel que no lo entienda. Los ciudadanos deberíamos reaccionar ante estos bravucones poseedores de una única razón, la suya. Es la cerrazón de los perezosos, de los arrogantes, de los que viven del lío. ¿A qué Europa se refieren cuando hablan de Europa? La composición política europea es hoy trabajosa, pero resulta ineludible considerar un deber moral no levantarse de la mesa. Ser chulo debería dejar de ser en España, de una vez por todas, una cualidad.

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