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Opinión - 07.08.2019

Juramento o promesa

El Tribunal Constitucional aclarará de nuevo si los adornos verbales para acatar la Constitución tienen validez

Muchos de ustedes recordarán el espectáculo: en caricatura de lo circense en la noble faceta payaso, varios de los parlamentarios electos en las últimas elecciones se entregaron en los solemnes actos de jura o promesa de la Constitución al cultivo de expresiones que excedían de la estricta pregunta que se les hacía (“¿Juráis o prometéis acatar la Constitución?”) queriendo así poner de manifiesto sentimientos o intenciones por los que no se les había inquirido y ofreciendo o bien una pueril imagen de rebeldía (por la República, por la autodeterminación, por la libertad de los presos políticos…) o bien una aparatosa muestra de adhesión al histórico acontecimiento, horneando en aroma de payasadas el noble acto por el que eran recibidos oficialmente como representantes de la soberanía nacional.

La presidenta del Congreso, ante la petición de que no se diese por juramentados a tan épicos adalides o detractores de la Nación, razonó que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional avalaba su decisión de tenerlos por posesionados de sus bien ganadas sillas curules.

Sirviéndome de la heterodoxa noción del Derecho como arte que algunos intuimos, diré que ni el Tribunal Constitucional ni la presidenta del Congreso (o quienes la asesoraron) han alcanzado con sus paletas jurídicas la sublime perfección velazqueña de pintar el aire al afrontar, cada uno en su tiempo y con muy diferente intensidad, el tema de la pobre inventiva con que algunos parlamentarios se adornaron al jurar o prometer la Constitución.

En el caso resuelto por el Tribunal Constitucional en una sentencia de junio de 1990, tres diputados de Herri Batasuna, en vez de limitarse a decir la estricta expresión ordenada, dijeron “por imperativo legal, sí prometo”.

El tribunal, como en él es hábito, acopió con notoria solvencia y calidad la paleta de colores precisa para pronunciarse: el acto de juramento o promesa no lo impone la Constitución, pero está legítimamente establecido por la legislación electoral y los Reglamentos de las Cámaras legislativas, que han sido también legítimamente completados por sus respectivos presidentes, el del Congreso y el del Senado, en el sentido de que la fórmula a emplear sea la de la estricta pregunta antes reproducida, a contestar con la escueta expresión “sí, juro” o “si prometo”.

Dejó sentado, asimismo, el tribunal que el juramento o promesa no es la causa de que los parlamentarios deban acatar la Constitución, ya que a ello vienen obligados por mandato directo de la propia Constitución, de modo que el acto de juramento o promesa es simplemente un rito, una solemnidad constitutiva de un requisito legal, que condiciona el acceso del diputado o senador al ejercicio pleno de sus funciones representativas y cuya falta o defectuoso cumplimiento puede subsanarse en cualquier momento, por lo que nunca los tres electos cuya promesa había sido aceptada perdieron su condición de representantes de la soberanía, sino que, sencillamente, quedó en suspenso su ejercicio, en tanto no accedieron a prometer acordes con el ritual establecido.

Apalancado en estas nociones básicas, el tribunal procedió a deslizarse sobre los argumentos de las partes, para al final concluir que la decisión del presidente del Congreso había vulnerado el derecho fundamental de los tres diputados a acceder, en condiciones de igualdad, a la función de diputado.

Son muy discutibles algunas de las líneas de argumentación del tribunal, como la de afirmar que los electos tienen menú abierto en favor de la fórmula que se hubieran comprometido a emplear en la jura durante la campaña electoral o, en fin, que apartarse de la formula legítimamente establecida no tenga sanción jurídica alguna. En todo caso cabe observar que, con técnica exquisitamente judicial, individualizó muy claramente que sus disquisiciones tenían por concreto foco la frase “por imperativo legal”.

Son estos dos aspectos, —la discutible solidez de algunos de sus argumentos y las circunstancias concretas del caso entonces resuelto—, las que hubiesen postulado por qué la presidenta del Congreso no hubiese aceptado las exhibiciones verbales ofrecidas por ciertos electos, con la justa y constitucional finalidad de dar ocasión al Tribunal Constitucional para pronunciarse de nuevo sobre casos dispares en el contenido verbal del resuelto en el año 1990, y de decir, después de casi 30 años, algo nuevo sobre una cuestión cuyo riesgo de propagación no se vio entonces y que dejada a su albur, puede llegar a provocar que un acto tan solemne y expresivo de lo que es la representación de la soberanía decaiga en puro objeto de ridículas exhibiciones narcisistas.

Felizmente, la ocasión perdida por la presidenta Batet ha sido reabierta por unos diputados, que han elevado el tema a la jurisdicción constitucional.

—¡Bah!, el trino de un jilguero en medio de un vendaval.

—Es la estética, señor, nada menos que la estética…

Ramón Trillo Torres es expresidente de sala del Tribunal Supremo.

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