Opinión - 15.07.2019

Hada

Si somos inequívocamente inteligentes, se nos tilda de cerebrales, frías, prepotentes, frígidas y perversas

Como soy de letras, ando desincronizada y hoy hablo de un asunto que era de actualidad el 11 de febrero. No debería ser solo tema de un 11 de febrero: niñas, ciencia, educación. En España solo el 7% de las chicas de 15 años quiere dedicarse a profesiones técnicas. La opción no es libre: se relaciona con nuestra baja autoestima intelectual, así como con un estereotipo de científica entregada místicamente a su obra. Se subraya el prejuicio de que inteligencia y belleza son incompatibles —no es por hacer sangre, pero ¿se acuerdan de Hedy Lamarr?—, de que somos menos inteligentes —tamaño del cerebro, peligrosos argumentos bioreaccionarios— y, si somos inequívocamente inteligentes, se nos tilda de cerebrales, frías, prepotentes, frígidas y perversas, aplicando parámetros culturales que nos insultan en cuanto sacamos los pies del tiesto. Además, aún funciona la creencia de que las profesiones científicas requieren más aptitudes, coeficiente y dedicación que las humanidades. Este ideario también alimenta la represión de los Billy Elliot del mundo. Conozco a una mujer que lleva a su hijo a clases de claqué. El niño goza. Que cada cual baile lo que le dé la gana, que estudie astrofísica o filología clásica, desde una igualdad de oportunidades, la de la escuela pública, que demuela barreras.

Sin embargo, a veces se producen ultracorrecciones: una chica que conozco estuvo a punto de escoger la opción científica como estrategia de empoderamiento. A ella lo que le gusta es escribir. Otras veces, los artefactos de deconstrucción cultural resultan toscos: en una campaña radiofónica se ironizaba, con escepticismo frente a la imaginación, a partir de la imposibilidad científica de que la carroza se convierta en calabaza a las doce. A mí me gustan los cuentos de hadas y aprendo mil cosas de mí —y de todas mis compañeras— formulándoles preguntas a los libros. Leyéndolos y contrastándolos con aspectos de esa naturaleza femenina que me coloniza y yo cuestiono. ¿Es necesaria la agresión a la fantasía y a esa creatividad imprescindible también para el desarrollo de la ciencia?, ¿tenemos que seguir aplicando un paradigma binario empobrecedor, prejuicios excluyentes, la ley del péndulo? Tal vez podamos articular campañas que fomenten la curiosidad científica, artística, y saquen partido de la contradicción que habita dentro del cuerpo de cada mujer: nos han educado en una idea del éxito que pasa por la asunción de roles masculinos, en un feminismo liberal y eficiente, que contrasta con la irrenunciable devolución del prestigio a las demonizadas y degradadas labores domésticas y de cuidados. Hacemos autocrítica de nuestros deseos porque a veces nuestros deseos provienen de lugares oscuros: rapto de las Sabinas, Andrómeda, carne robada y aprisionada, el ángel del hogar… Pero nuestros deseos no se borran de un plumazo. Están ahí. No son ridículos y no basta con ridiculizar las fuentes de las que nacen para situarnos en el otro extremo. El extremo posiblemente empobrecedor de la mujer que empuña la pistola y patea la tripa del enemigo. Laura Freixas se sumerge en estas contradicciones —el dinero y el cuarto propio, frente a la borrachera de la maternidad y la experiencia del gozo doméstico— en su excelente autobiografía A mí no me iba a pasar. Yo, consciente de las desigualdades que nos lacran, lucho por que cada niña sea lo que quiera ser —ingeniera, alpinista, nanotecnóloga, incluso con gran dolor de mi corazón, policía montada de Canadá— y, además, reclamo mi derecho a ser vedette, señora de mi casa o hada que vive en la corola de una flor.

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