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Opinión - 03.12.2018

Europea

He descubierto que decir cosas aparentemente fuera del lugar previsible es la mejor manera de que se escuchen

Acabo de volver de Viena. Es preciosa y hacía frío. Obviedades aparte, fui allí para participar en un encuentro sobre nuevas narrativas europeas invitada por el presidente Van der Bellen y Feltrinelli. Conversé con otros escritores: Jonathan Coe, británico; Robert Menasse, austriaco; J. C. Grondahl, danés; Paolo Rumiz, italiano. El presidente austriaco, del partido verde, lo tiene difícil con un Gobierno de ultraderecha. Mi intervención giró en torno a si la literatura puede intervenir en la construcción de una realidad de la que, por otra parte, se nutre. Me sentí como una elefanta en una cacharrería: mis compañeros no reflexionaron sobre la repercusión social de la literatura. Solo Rumiz utilizó la literatura para contarle a su nieto un cuento sobre Europa. El sentido emocionante de la invitación de Van der Bellen radicaba, para mí, en la tesis de que la literatura sirve sin ser sierva. O tal vez elige “amo/a” responsablemente: altar de las palabras, Europa, la causa ecológica, la interrogación, autonomía personal, catolicismo…

En Viena se intentó repensar el discurso sobre Europa, un tipo de narrativa particular. Su léxico es reconocible: futuro, nacionalismos, Brexit, paz, imposibilidad de afrontar retos como el terrorismo, el cambio climático o la digitalización sin una perspectiva transnacional. Menasse argumentó que no hacía falta una nueva narrativa sobre Europa porque ya existía una que habíamos sido incapaces de poner en práctica: ese europeísmo basado en la pluralidad de idiomas y culturas; el concepto de solidaridad forzada; el respeto a los derechos humanos y la idea de que sobre un sistema económico común descansan una política y una justicia comunes. Pero no sabemos construir esa estructura supranacional. Grondahl aludió al racismo y al chauvinismo; utilizó términos como confianza y dignidad, y dijo que el pacto europeo anuló la lucha de clases. Afirmó que sin empatía no podemos escribir historias subrayando los vínculos entre Europa y la cultura clásica, sus mitos y su democracia. Coe sujetó la patata caliente del Brexit explicando las estrategias demagógicas que habían legitimado la oposición pueblo/élites ante la ineficacia de la profesión política para superar las crisis locales. Entonces pensé que cada país europeo está recorrido por fronteras invisibles, marcas de clase, y que, si no ponemos remedio para aliviar esas cicatrices cotidianas —desde las narrativas culturales lo han intentado Loach, los Dardenne, Östlund, Bollaín, Chirbes, Gopegui…—, prenderá la llama del discurso visceral, el golpe de autoridad y los bulos. Estamos en Europa. “Mandan los mercados y no los he votado” es un eslogan sentido por la izquierda: aquí no todo el mundo ata los perros con longanizas. Debemos ver la viga en el ojo propio sin que esa conciencia anule la solidaridad hacia otros pueblos. Sin que eso sirva de excusa para la xenofobia, sino al contrario.

Ojalá hubiese más iniciativas como la de Viena. Yo hablé de literatura porque he descubierto que decir cosas aparentemente fuera del lugar previsible es la mejor manera de que se escuchen: mencionar el coste de la vida en un soneto, lo cultural en una columna de opinión, la literatura en un encuentro con el presidente de Austria. En definitiva, la cursilería literaria y la autocomplacencia política son manifestaciones ideológicas de una Europa que ha malversado sus grandes ideales —libertad, igualdad, fraternidad, “solidaridad forzada”— y no ha sabido reaccionar ante la crisis económica mundial ni ante el consiguiente recrudecimiento de posiciones machistas, racistas y ultraderechistas.

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