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Opinión - 14.12.2018

Esparta

Los yihadistas sueñan con una sociedad virtuosa y cerrada

José Andrés Rojo

En una carta que le escribió el 26 de mayo de 1742, Voltaire le decía a Federico de Prusia: “No me gustan los héroes: arman demasiado estrépito”. Por eso mismo, el gran philosophe no hubiera sentido la menor simpatía por Chérif Chekatt, el joven de 29 años que, al parecer, es el responsable de atacar con un arma de fuego y un cuchillo a la gente que tranquilamente visitaba un mercadillo de Navidad en el centro de Estrasburgo. El resultado del estrépito de este nuevo héroe es desolador: asesinó a dos personas, dejó en muerte cerebral a una tercera y su furia alcanzó a otros doce que tienen heridas de diversa gravedad. Hay testimonios que sostienen que gritó Allahu akbar (Alá es grande) antes de embarcarse en su propósito letal.

En Francia han vuelto estas últimas semanas a concatenarse en una espiral diabólica algunas contradicciones que arrastra la modernidad desde sus inicios. Emmanuel Macron, a la manera de los ilustrados del siglo XVIII, anda desde hace tiempo reclamando enfrentarse con la razón, y no con las emociones y el miedo, a los problemas que afectan no solo a Francia sino a Europa, y posiblemente al mundo entero. Por eso mismo ha hecho de la lucha contra el cambio climático una de sus banderas (no hay otra, si pretendemos sobrevivir) y aplicó hace un tiempo la polémica ecotasa que ha provocado una reacción incendiaria, la de los chalecos amarillos (ya son seis muertos los que hay que apuntarle a esa revuelta que no se supo prever y, por lo que se ha visto, resulta bastante incontrolable).

En su ensayo La edad de la ira, subtitulado Una historia del presente, el escritor indio Pankaj Mishra recoge una frase de Memorias del subsuelo, de Fiodor Dostoievski, que resume en dos trazos una actitud que resuena como un chirrido de fondo cuando se asiste al gran despliegue de conquistas y dominio que ha hecho el mundo occidental desde que se produjeron la revolución industrial y la Revolución Francesa. El escritor ruso escribe: “Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas”. Ese muro es el del progreso y la actitud que encarna Dostoievski es la de los que se han quedado fuera, marginados: se les prometieron grandes avances —a los habitantes de las colonias, a los de los países de la periferia y de las zonas rurales, a los jóvenes— y no alcanzaron gran cosa. Así que muchos están llenos de cólera.

Justo cuando Voltaire y los ilustrados brindaban por el triunfo de las luces, uno de los suyos señalaba sus oscuridades y convertía el resentimiento en uno de los motores que desde entonces agitan el mundo. Era Rousseau. Frente a las costumbres disolutas de París, convirtió a Esparta en su modelo de referencia: “Pequeña, severa y autosuficiente, fieramente patriótica e insolentemente no cosmopolita y no comercial”, apunta Mishra. También observa que la Esparta de Rousseau se parece mucho al califato que proyectan las islamistas radicales.

En su Emilio, Rousseau escribió: “Lo esencial es ser bueno con las gentes con quienes se vive. Los espartanos eran ambiciosos, avaros e inicuos, pero el desinterés, la equidad y la concordia reinaban dentro de sus muros. Desconfiad de los cosmopolitas que van lejos a buscar en sus libros obligaciones que no se dignan cumplir en su entorno”. Estaba apuntando directamente al corazón del proyecto de gentes como Voltaire. Y lo inquietante es que esa Esparta, cerrada y virtuosa, no es solo el sueño de unos cuantos islamistas radicales.

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