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Opinión - 24.05.2019

Elogio de las formas

Detrás de tratados y leyes siguen latiendo los valores de Europa

Cuando las ciudades de Europa no eran otra cosa que una acumulación de ruinas y todavía se levantaba por doquier el polvo de la destrucción y largas caravanas de personas de procedencias distintas caminaban como sonámbulas en búsqueda de un hogar. Cuando hubo niños que formaban bandas violentas para conseguir algo de comer y las mujeres que fueron violadas seguían atemorizadas ante cualquier pequeño ruido, cuando las tropas de los aliados descubrían los cuerpos famélicos de los judíos que lograron sobrevivir en los campos de concentración nazis, cuando todavía estallaba de tanto en tanto una mina y destrozaba un cuerpo inocente, cuando los soldados descubrían en alguna casa la mesa puesta con los platos todavía sin recoger de una familia que salió abandonándolo todo por puro miedo. Estaba terminando la Segunda Guerra Mundial y eran muchos los que se propusieron firmemente que aquello no podía volver a ocurrir. El proyecto europeo solo se puede entender con ese paisaje de fondo.

Desde hace algún tiempo, sobre todo tras los destrozos de la crisis económica, son muchos los que consideran que Bruselas no es otra cosa que una burbuja donde unos cuantos poderosos mueven esos hilos que terminan en cualquier remoto rincón de Europa destrozando el bienestar de una familia. La Unión pasa a ser entonces un ogro de modales amables que interviene con extrema frialdad en el destino de los desamparados para condenarlos a la miseria. La Europa de los banqueros. La Europa de los burócratas. La Europa de los señoritos privilegiados. El mensaje ha ido calando poco a poco en distintos sectores. Aun así, las encuestas señalan que hay más ciudadanos que siguen confiando en el proyecto de la Unión.

Sea como sea, Europa está lejos. Siempre está lejos. Pese a su larga y atormentada historia, y a sus logros políticos y culturales, tiene algo de idea o de abstracción, puede sonar a música celestial o quedar convertida en una caricatura grotesca trazada con el pulso firme del miedo. Ahora que hay elecciones al Parlamento Europeo, lo más difícil es celebrar la arquitectura formal que se ha ido construyendo desde que los fundadores proyectaron ese artefacto que pudiera servir de escudo a las tentaciones de la guerra y que fuera asegurando libertades, derechos y un mayor bienestar a todos los ciudadanos de los países que se integraron en el proyecto. Tratados, leyes, normas, procedimientos: nada de todo esto despierta fácilmente entusiasmo alguno. Por eso hace falta rascar, y si hace falta seguir rascando, hasta descubrir que detrás de ese galimatías formal siguen latiendo los valores que han sostenido un proyecto que, con todas sus limitaciones, ha permitido a los europeos vivir en paz e ir aumentando su bienestar: libertad, justicia y verdad.

Volver a tener presentes los horrores de las dos guerras que devastaron Europa entre 1914 y 1945 no significa promocionar el fantasma de un nuevo cataclismo en el siglo XXI para generar falsas alarmas y alentar el miedo. Pretende, simplemente, recordar que hubo quienes apartaron un día la espada y se inclinaron por la palabra para construir otra Europa. Y levantaron un marco donde todas las disputas fueran posibles, pero siempre gobernadas por la voluntad de buscar acuerdos en las diferencias, más allá de enfrentamientos entre identidades que se reclaman incompatibles. La Unión Europea pasa por momentos difíciles, pero no le ha llegado la hora del desguace. Toca, sí, salir a votar y defender los proyectos inclusivos frente a los desmanes de las grandes esencias.

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