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Opinión - 16.03.2019

El peso del imperio

Resulta significativo que, en pleno desafío catalanista, algunas miradas se hayan vuelto hacia el viejo imperio hispánico

Un pasado imperial suele acarrear profundas consecuencias a largo plazo. Deja vínculos culturales y económicos estrechos, poblaciones mezcladas, heridas abiertas y un imaginario difícil de borrar. Ahí está el Reino Unido, que inventó la nueva Commonwealth para mantenerse vivo como gran potencia y aún no se ha recuperado de la debacle colonial, algo muy presente en la espantada del Brexit. En el caso español, la monarquía perdió el grueso de sus posesiones en América a comienzos del siglo XIX, pero España fue un imperio ultramarino hasta 1898. Después, y pese a los irregulares escarceos en África, la identidad nacional se ha alimentado de cierta nostalgia imperial, esa que aspira a encabezar una gran comunidad transatlántica, llamada la Raza, la Hispanidad o Iberoamérica. No es casual que el 12 de octubre haya celebrado en 2018 su centenario como día festivo y, mínimo común denominador de la españolidad, sea hoy la fiesta nacional.

Así pues, parece significativo que, en plena crisis política provocada por el desafío catalanista, algunas miradas se hayan vuelto hacia el viejo imperio hispánico, sin miedo a recuperar ideas de hace 100 años. Por ejemplo, se afirma, como hacían los intelectuales de la Restauración, que España es un completo fracaso, una excepción dentro de Europa, y que el origen de sus males hay que buscarlo en la aventura imperial. Josep M. Colomer, un reconocido académico catalán, no duda en afirmar que España “se jodió en 1492” y establecer una secuencia determinista: el prematuro y ruinoso imperio desembocó en un Estado débil, lo cual condujo a una nación construida a medias y, por fin, a una democracia de baja calidad. Todo ello bajo el gobierno de élites corruptas y con una ciudadanía apática y jaranera. La España de siempre, de la cual no sorprende que muchos quieran irse.

Más llamativo aún resulta el éxito de quienes reivindican el buen nombre de la empresa imperial española. María Elvira Roca Barea y sus seguidores han reflotado los antiguos llamamientos a luchar contra la Leyenda Negra, que tergiversa sin descanso lo ocurrido. Julián Juderías, autor del primer best seller sobre el asunto en 1914, bailará contento en su tumba. Según estos estudiosos recientes, el imperio hispánico sufrió más que ningún otro las invectivas propagandísticas, sobre todo por el encono contra el catolicismo de nacionalistas y protestantes, incapaces de reconocer la obra civilizadora realizada en la América hispana, donde predominaron la integración racial, la armonía y la prosperidad. Se reivindican el mestizaje y las Universidades, se ignoran en cambio las matanzas y revueltas. Una supuesta verdad que, lejos de avergonzarnos, vale para alimentar nuestro orgullo patriótico en estos tiempos turbulentos, vivero de otras leyendas negras.

El prestigio de los ensayos históricos se pone, una vez más, al servicio de los afanes políticos inmediatos. De manera atractiva y apasionada, a menudo, con textos bien escritos. Pero sin evitar la reiteración de argumentos esencialistas o anacrónicos: hacer ver que los españoles de ahora se parecen más a los del siglo XVI que a sus coetáneos europeos, o hablar sin rebozo de nacionalismos en aquella época, no resisten crítica alguna. Mejor sería prestar atención al trabajo de historiadores que han explicado la complejidad y la importancia del imperio en la trayectoria hispánica, de John H. Elliott a Josep Maria Fradera. También en la época contemporánea, pues la España del XIX apenas se entiende sin Cuba y Filipinas, tampoco la del XX sin el trasfondo de Marruecos. España es, nos guste o no, una nación posimperial, que comparte algunos problemas con otras de similar estirpe.

Los juicios sobre el pasado imperial suministran, además, munición a las batallas partidistas candentes. Que España no tiene remedio, que nunca lo tuvo, es ya un lugar común en el independentismo catalán. Que posee una historia gloriosa y volverá a ser grande, un lema que toma fuerza entre las derechas españolistas, envalentonadas por el procés. Como cantaban Los Nikis, “Seremos de nuevo un imperio”. Sus sectores más aguerridos combinan el apego a Hispanoamérica con un antieuropeísmo rampante. Pero tal vez no hayan reparado en la paradoja que contiene ese empeño apologético: si el imperio español —compuesto, tolerante, aglutinador de varias partes en pie de igualdad— fue tan benéfico como dicen, quizá no sea una barbaridad pensar en una estructura del Estado español basada en algún sistema neoimperial. Ese era el sueño del catalanismo moderado que tanto se echa de menos desde 2010, admirador del Imperio Austro-Húngaro —donde convivían pueblos diferentes con sus propias lenguas y normas— y abogado de una especie de imperialismo ibérico en el que Cataluña constituyera la pieza fundamental. Piénsenlo.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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