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Opinión - 29.11.2018

El escarnio

Hurtar a los vocales del Consejo General del Poder Judicial la potestad de elegir al presidente daña a jueces y a ciudadanos

Elegidos por los jueces y los magistrados los 12 vocales de origen judicial, y por los parlamentarios los de directa designación política, tal como mandaba la Constitución, el primer Consejo General del Poder Judicial inició su caminar, y como primero de sus actos procedió libremente a la votación del presidente del Tribunal Supremo, que como función inherente a su cargo incluye la de presidir el propio Consejo. Esto ya nunca volverá a acontecer. A partir de entonces, en los sucesivos Consejos, la votación del presidente del Tribunal Supremo será una ficción, un mero juego de cartas marcadas en el que la decisión del Gobierno en colusión con el partido mayoritario de la oposición pasará por encima de la voluntad rendida de los vocales electores.

Una consecuencia atroz que hace imperdonable lo actuado por los sucesivos Consejos y que pudre de raíz la percepción por los españoles de la realidad constitucional de su patria es que prácticamente toda la ciudadanía culpa de la politización de la justicia y de su falta de fe en ella a los comportamientos del Consejo General del Poder Judicial.

Lo más grave del caso es que las auténticas coautoras, en cooperación necesaria con los políticos, de esta apariencia de que la politización de la justicia alcanza a todo el sistema, han sido las asociaciones judiciales protagonistas de los años posconstitucionales, la Asociación Profesional de la Magistratura y Jueces para la Democracia, que, con la intención benéfica de influir en aquellos para mejorarla, acabaron enredándose en su propia estrategia, una con un partido político, la otra con el otro, en un entrelazamiento ideológico, táctico y a la postre también de conveniencia, que ha resultado demoledor para la imagen de la justicia y, desde luego, para una institución que, nacida para iluminar la impresión de independencia del Poder Judicial del Estado, en la dominante opinión pública se ha convertido en el chafarrinón que la destruye.

Corría el año 2008 cuando maduró el momento de renovar —por cierto que con notorio retraso, por falta de acuerdo político— el Consejo que había presidido el magistrado Francisco Hernando. Con meses de antelación, el presidente Rodríguez Zapatero y Federico Trillo, portavoz de Justicia de la oposición, exhibían orgullosos que habían acordado que el próximo presidente del Tribunal Supremo sería Carlos Dívar, en manifestación explícita de que consideraban un hábito aceptado que la voluntad de los vocales del Consejo en el ejercicio de su primera y principal competencia constitucional no tuviera más papel que el de acatar la voluntad política por ellos acordada.

En aquel entonces, al haber ya cesado el presidente Hernando, era yo presidente del Tribunal Supremo en funciones, en mi calidad de presidente de Sala más antiguo. Ante el derroche de indignación pública que afloraba por la desvergüenza con que se exhibía la apropiación por los políticos de una competencia constitucional del Consejo, el domingo anterior a la semana en que éste iba a constituirse convoqué para el lunes a que se reunieran conmigo en mi despacho los restantes cuatro presidentes de Sala del Tribunal Supremo, como máximos representantes en ese momento del Poder Judicial del Estado, con la finalidad de que redactásemos un comunicado a la nación, expresando nuestra confianza en que los vocales electos actuarían libremente y en conciencia en la elección del nuevo presidente y alentándolos a hacerlo en bien de la justicia y de la Constitución. La prudencia esgrimida por algunos hizo naufragar mi propuesta, y aún hoy es el día en que lamento no haber asumido yo personalmente la arenga, en mi provisional condición de máxima autoridad judicial de España.

No sé hasta dónde podría haber llegado su efecto, pero pienso que al menos se nos habría evitado a los españoles la escarnecedora escena en la que, en los días siguientes, los vocales propuestos por el PSOE fuesen en amigable grupo a Ferraz y los del PP a Génova a recibir la orden explícita —por si alguno dudaba— de votar al candidato acordado, como así hicieron.

La palabra escarnio no es excesiva para calificar el infame hábito que acaba de iniciar su reiteración: escarnece a la Constitución, porque en la opinión pública convierte a una institución por ella perfilada para hacer visible la independencia de la justicia en engrasado gozne del postigo por el que accede la demoledora idea de su politización; escarnece a los jueces, que se ven contaminados de una mancha de la que individualmente no son partícipes, y escarnece a la ciudadanía, a la que se ofrece en bandeja la expansiva impresión de que la justicia, su justicia, se alabea en función de los circunstanciales intereses políticos.

Desde la calle, como simple ciudadano, sin la auctoritas institucional que entonces me cubría, hago ahora a los nuevos vocales electos el llamamiento público a la conciencia y a la independencia que entonces no hice a sus predecesores.

Ramón Trillo fue presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.

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