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Opinión - 12.11.2019

Detener la espiral

La obligación inmediata del nuevo Congreso es investir un Ejecutivo que permita la gobernabilidad del país

La repetición de las elecciones generales se cobró ayer la carrera de uno de los jóvenes protagonistas que aparecieron hace pocos años en el escenario político asegurando que le insuflarían nueva vida. Albert Rivera, sin embargo, llevó a Ciudadanos a una insensata pugna con la derecha, desoyó a importantes miembros de su propio partido y provocó el desfondamiento total de su organización, algo que exigía, ciertamente, imprescindibles responsabilidades personales. La emotividad que acompañó su dimisión pública no justificó su ausencia de autocrítica.

Esa no ha sido, sin embargo, la única consecuencia del resultado electoral. De hecho, lo más destacado es que las elecciones no han resuelto las dificultades para que el candidato del partido más votado, el PSOE, obtenga la investidura, ni menos aún para garantizar la gobernabilidad. A esta realidad es preciso oponer otra más concluyente: bajo ningún concepto las fuerzas que obtuvieron representación el domingo pueden faltar de nuevo a su deber y conducir al país a una tercera llamada a las urnas. Las razones son políticas, en el sentido de que reclamar un nuevo mandato de los ciudadanos no conseguirá nunca suplir la ausencia de voluntad para contribuir a la formación de una mayoría. Si no existe esa voluntad, cualquier resultado electoral que no sea el pleno dominio de una única fuerza conducirá a la parálisis.

Pero son también, y sobre todo, razones institucionales las que hacen rotundamente inviable una repetición de la repetición. Invocar la fidelidad a los votantes o la incompatibilidad de los programas es violentar el carácter representativo del mandato que otorgan los electores, según la Constitución. Ese mandato es representativo, no imperativo, precisamente para evitar que bloqueos como los que viene padeciendo el Parlamento desde hace años puedan ampararse en ninguna excusa.

La primera e ineludible tarea de cualquier Legislativo salido de las urnas, sea cual sea su composición, es configurar un Ejecutivo en torno a un programa. Y la obligación de negociar ese programa no puede trivializarse hasta quedar confundida con la resolución de un banal rompecabezas de números y letras. La parálisis inducida por la incorrecta gestión política de las instituciones ha provocado que las posiciones más extremistas adquieran un peso determinante en la composición del Congreso y, por tanto, en las decisiones que puedan adoptarse para formar Gobierno. Esta situación resulta más insostenible desde el domingo, en la medida en que no son solo las fuerzas independentistas las que aspiran a resultar centrales, convirtiéndose en árbitros del sistema constitucional para mejor descomponerlo, sino también la ultraderecha. La pregunta relevante no es cuál de ambos extremos entraña más riesgos para el sistema constitucional, a fin de justificar los pactos propios y recriminar los ajenos, sino acordar cuanto antes unas líneas políticas que permitan limitar la influencia tanto de un extremo como del otro en el Congreso.

Las fuerzas partidarias de la secesión de Cataluña pretenden ocultar su incapacidad para ofrecer un nuevo objetivo político a sus partidarios detrás de la perpetuación de las manifestaciones. Por sí mismas, estas acciones no tendrían capacidad de desestabilización si no contaran de antemano con las reacciones al alza del PP, Ciudadanos y Vox, que durante la campaña han rivalizado en la dureza de las medidas que exigían y en la gravedad de las acusaciones de condescendencia contra el Gobierno.

Vox confía ahora en arrastrar al PP hacia el terreno del extremismo, en el que se sabe imbatible. Con un siniestro efecto añadido, y es que un eventual escoramiento de la política española hacia las posiciones de la ultraderecha es exactamente la contraparte que el independentismo necesita para justificarse. La espiral que buscan desencadenar el independentismo y la ultraderecha, y que fuerzas como Unidas Podemos parecen minusvalorar por dogmatismo ideológico, solo puede ser detenida mediante un pacto entre todos los partidos que se sientan comprometidos con el orden constitucional. Un pacto que no trata de ofrecer nada a los independentistas ni a la ultraderecha, sino de establecer un marco de confianza entre los partidos conscientes de la necesidad de proceder a un urgente entendimiento entre ellos, ofreciéndose recíprocamente garantías acerca de qué es lo que puede y no puede esperar el independentismo, gobierne quien gobierne.

Un pacto así es tanto más necesario cuanto que la formación de Gobierno en un Parlamento fragmentado y polarizado será difícil si los partidos dispuestos a poner en marcha esta legislatura no blindan un espacio para la negociación, colocándola a salvo de las provocaciones del independentismo y de las baladronadas de la ultraderecha. Es en ese espacio donde cabe concebir las negociaciones imprescindibles para que prospere una investidura y la gobernabilidad quede asegurada, al menos, en lo referente a las necesidades más acuciantes, comenzando por la aprobación de un Presupuesto. Ningún partido tiene la solución milagrosa para el desafío independentista en Cataluña, pero todos pueden estar de acuerdo en que, en el Gobierno o en la oposición, no dejarán de defender la unidad territorial, ni de asumir la revisión constitucional de los instrumentos de autogobierno de Cataluña, ya se trate de un nuevo Estatut o de un nuevo sistema de financiación.

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