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Opinión - 18.01.2019

Desasosiegos

Las prisas marcan el ritmo de un siglo XXI cada vez más volátil

Hay una de esas sentencias de Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, que deja las cosas bastante claras. Dice: “Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo”. Ahí estamos todos, llueva o haga calor, intentando entretenernos con nuestros asuntos mientras vemos pasar el tiempo a la espera de que un día aciago llegue ese cochero. El libro del desasosiego se ajusta como un guante a todos estos desperfectos del alma que está ocasionando nuestra época. Soares lo escribió en el siglo pasado, pero la condición quebradiza de su ánimo logra expresar exactamente esas desgarraduras que padecemos hoy.

Dice el diccionario de la Real Academia que desasosiego es la falta de sosiego, y eso es justo lo que les ocurre a las personas que habitan el siglo XXI, que van careciendo cada vez más de quietud, tranquilidad, serenidad, y andan todo el tiempo apuradas, corriendo hacia la siguiente estación, acelerando y acelerando, al hilo de una actualidad que les exige que se cuadren y le rindan tributo. Ya no hay margen para esperar hasta el día siguiente y leer lo que pasa en la prensa, se llega tarde incluso a esos boletines de la radio o la televisión que procuran servir lo que ocurre a tiempo real. El mal que nos aqueja, por lo menos a quienes habitamos en estas sociedades privilegiadas de Occidente, es la prisa, la velocidad. Álvaro de Campos, otro de los heterónimos de Pessoa, celebraba el vértigo que produce estar al mando del volante de una máquina, y decía: “Automóvil conducido por toda la locura del universo, / precipítate / por todos los precipicios abajo / y ¡choca!, ¡tras!, ¡despedázate en el fondo de mi corazón!”. Celebraba la eficacia de los engranajes de los artefactos que inventan los ingenieros, pero luego miraba y se sabía abandonado en la cuneta.

¿Cómo se pueden agarrar todos esos episodios que caen como una tormenta a cada vuelta del camino? Esta centuria empezó con unos aviones que volaban impasibles hasta que se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, y desde entonces da la impresión de que seguimos desconcertados. A partir de ahí todo fueron empujones, y ya no fue un desasosiego abstracto y remoto el que nos agarró por el cuello sino una sucesión de desasosiegos cercanos: la crisis económica, el procés, la irrupción de Vox, la falta de horizontes de la juventud, la falta de expectativas, algunas esperanzas que se rompieron demasiado pronto.

“El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón”, escribe Bernardo Soares en otra de sus notas de El libro del desasosiego. “Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción”. ¿Así de polvoriento se está quedando nuestro ánimo? ¿Sin ningún argumento, sin deseo en los nervios, ya solo postrados, adivinando que ahí abajo parece que hay una tristeza de la que no llegamos a ser conscientes? Frente a esa querencia, tan romántica, por las sombras y el desaliento solo queda la imaginación. Hacer como si. Como si hubiera alguna salida, como si triunfaran los argumentos contra la demagogia, como si aún hubiera sitio para la razón. Pero para ejercitar la imaginación hace falta tiempo, margen para rendirse a la distracción. Y para eso hace falta dejar de correr tras esa actualidad que se escapa de nuestras manos.

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