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Opinión - 28.07.2019

Desafío

¿Por qué nuestros políticos de izquierdas no logran superar la mutua inquina y desprecio?

En la terraza de un bar en la primera línea de la playa, una gran pantalla daba en directo el debate de la investidura fallida del presidente del Gobierno. Mientras los líderes de los partidos se cubrían mutuamente de improperios, los camareros atendían las mesas con una sonrisa muy profesional. En esta terraza, como en cualquier chiringuito de los cuatro litorales de España, gentes de todas clases e ideologías, con sus problemas a cuestas, comían y bebían, todos en busca de un pequeño placer en el corazón del verano. Cada uno iba a lo suyo, los políticos se insultaban y la gente pedía más vino, más cerveza y otra de calamares. Los bañistas chapoteaban felices en el agua y a veces una ola brava destruía los castillos que los niños levantaban en la arena. Bajo el sonido reverberante de la luz del mediodía, esta agitada armonía la vulneraba el odio repulsivo que desprendían los líderes de los partidos con sus palabras.

Era evidente que la política en este caso no tenía nada que ver con la vida. Ese odio no se correspondía en absoluto con la alegría de vivir que exhibía como un derecho la gente sencilla de cualquier edad y origen en la playa. De hecho, nadie en la terraza seguía el debate con un mínimo interés y mucho menos ninguno parecía dispuesto a cambiar uno de aquellos discursos por una gamba. ¿De dónde sacan nuestros políticos de derechas tanto veneno? ¿Por qué nuestros políticos de izquierdas no logran superar la mutua inquina y desprecio? Ese odio no se encuentra en la calle. Los españoles no nos odiamos tanto ni somos tan irresponsables en las empresas, en el trabajo, en la familia como nuestros políticos. Una vez más ese castillo que los socialistas habían levantado en la arena fue derribado por la obscena ambición de Podemos con la quijada de asno. Una vez más el odio como desplante, como desafío, como venganza.

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