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Opinión - 27.01.2020

Derecho y política

Es importante preservar en el debate público una fórmula de funcionamiento que no mezcle torticeramente la lógica jurídica y la política

El sometimiento a la ley es un imperativo constitucional; también para los poderes públicos. Ignorarlo, por mucho que se apele al respaldo de una pretendida legitimidad democrática, deteriora de forma irreversible nuestra condición de Estado de Derecho. La capacidad del Derecho para imponerse a través de una pluralidad de instrumentos de coerción no plantea dudas. Con todo, la resiliencia del sistema democrático y su sostenibilidad en el marco de una sociedad libre solo es posible si el cumplimiento de la ley es, además de un imperativo, una convicción no discutida y aceptada por todos.

Pero el Derecho también plantea problemas cuando irrumpe con protagonismo excesivo en el debate político hasta monopolizar la lógica de su funcionamiento. Algo que por desgracia comienza a ser relativamente frecuente en nuestro país. Desde este planteamiento, me parece motivo de honda preocupación la manera en la que el Derecho o, peor aún, la interpretación que cada cual hace de él, va polinizando la natural competición política entre Gobierno y oposición. A mi entender, esta manera de proceder provoca al menos dos consecuencias que vale la pena resaltar, pues resultan, poco deseables para un sistema democrático saludable.

La primera es un progresivo estrechamiento del abanico de opciones políticas para la discusión pública. De hecho, desde la toma de posesión del nuevo Ejecutivo, la oposición parece querer negar cualquier legitimidad a sus propuestas por considerarlas incompatibles con la concreta y estrecha interpretación que interesadamente hace de lo jurídicamente posible. Esta inadmisible forma de entender la política intenta colocar al adversario fuera de la ley. Así lo sugiere de manera constante Pablo Casado cuando advierte a Pedro Sánchez sobre una pretendida prevaricación por sus iniciativas sobre Cataluña que roza el ridículo.

La segunda consecuencia de esta práctica tiene que ver con la degradación que necesariamente sufrirá el Derecho si es utilizado como criterio único de validez de la acción política. Este fenómeno pernicioso desorienta a la ciudadanía al dificultarle la formación de criterio propio ante cualquier iniciativa discutida ahora en clave jurídica; y, lo que resulta todavía más irresponsable, convierte a los tribunales en el único árbitro con potestad suficiente para quitar y otorgar razón política. Esto último no solo desborda la función que la Constitución atribuye al poder judicial, sino que lo convierte en un actor político sometido al consabido desgaste.

Los riesgos expuestos son perceptibles en cada uno de los temas que vertebran la agenda pública. Por todo ello, conviene advertir a quien gobierna y a quienes ejercen la oposición acerca de la importancia que tiene preservar en el debate público una fórmula de funcionamiento que no mezcle torticeramente la lógica política y la jurídica. Ello exige entender y respetar los límites del Derecho para otorgarle a éste el valor que merece en el marco de una sociedad democrática. Ni más, ni menos.

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