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Opinión - 10.02.2020

Consumidora

Al ministro de Consumo se le va a amontonar el trabajo: casas de juego, compañías telefónicas, letra pequeña, obsolescencia programada…

No soy de mucho consumir, pero me consumo mucho. Atravieso el periplo menopáusico amojamándome, y mis consumos son alimentarios y farmacéuticos. Intento compensar tanta indigencia corporal con consumos de restauración recreativa: vermú y torreznos. Consumo cine, teatro y libros. Aunque yo, tan filóloga y preocupada por las solidaridades léxicas —un idioma se habla y no se dice; un chiste se cuenta y no se habla—, no sé si estamos haciéndole flaco favor a la cultura cuando la “producimos” y la “consumimos”, en lugar de “construirla” e “interpretarla”. La cultura se procesa como sustancia hormonal que nos recorre el cuerpo. Consumo poca ropa: si fuera patriota y gente de bien como Pablo Casado y Dios mandan, debería consumir más no solo por glamur, sino porque la costura constituye parte relevantísima de nuestro PIB. Hoy, desde el respeto a la naturaleza, mi pobre consumo de aliños indumentarios es vintage y sostenible. Vale. Me rechinó que en los Goya la gente alardeara de llevar un modelo sostenible: si hay un día de insostenibilidad y lamé, debe ser ese. Mi estética es peliculera y, para mí, ir bien vestida es ponerse el traje rojo con tocado plumífero de Monroe y Russell en Los caballeros las prefieren rubias.Y no me digan que el dinero no da la elegancia ni la felicidad, porque esas aproximaciones triunfalistas a hacer de la necesidad virtud me escaman.

Al ministro de Consumo se le va a amontonar el trabajo: casas de juego, compañías telefónicas, letra pequeña, aseguradoras, publicidad engañosa, obsolescencia programada… En una sociedad capitalista vivir es consumir y para consumir es imprescindible cobrar como mínimo 950 euros. Porque también se consume lo imprescindible: agua, luz, gas. Vivir es consumir y quiero contar una anécdota en la que me mataron un poco. Fue en un vuelo Madrid-Tenerife programado a la hora de comer. Pedí un menú. Cuando quise pagar, me dijeron: “No admitimos cash”. En aero-spanglish. Les tendí mi tarjeta: “Huy, esta da problemas». Me retiraron lo que acababan de servirme. La pasajera del asiento 21B acudió al rescate: “Yo pago con mi tarjeta y tú me das el dinero”. Acepté y me devolvieron el bocadillo. A la mujer le dieron otro. Las azafatas pasaron la nueva tarjeta. También era mala. Pero ya habíamos mordisqueado nuestros bocadillos de conservantes y colorantes. Mirábamos a las azafatas con la boca llena mostrando obscenamente la bola de masticación y dándonos codazos. Nos humillaron, pero reíamos como las alimañas en que nos estaban convirtiendo. “Ahora, dime que lo eche”, pensaba yo, “que me lo digas”. Mientras, me aferraba a mi lata de cerveza. Me callé porque las azafatas son trabajadoras que no tienen la culpa de la reducción al absurdo de ciertas prácticas capitalistas. Somos lo que consumimos —acidulantes bocadillos de jamón conformadores del carácter— y, si no nos dejan consumir incluso cuando tenemos pasta, sacamos la bestia que llevamos dentro. Aquella mujer y yo fuimos españolas pobres y pícaras, lazarillas de Tormes, bandoleras, piratas, que, mientras derramábamos nuestra privilegiada huella de carbono, entendimos, desde una óptica neoliberal a la que nadie es inmune, que nos estaban robando la libertad. Como al Vaquilla.

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