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Opinión - 27.12.2019

Colgados de un gancho

Este año, calles y plazas del mundo se han llenado de gente airada, furiosa, que protestaba por estar quedándose fuera de la historia

A Georges Bataille se le ocurrió hace algún tiempo que igual estábamos aquí simplemente por culpa de un gancho. Lo hizo en el diario que empezó a escribir durante la II Guerra Mundial, y que tituló El culpable. Ahí apuntó: “He visto sobre un tejado grandes y sólidos ganchos, plantados a media pendiente. Si suponemos un hombre cayendo desde la cima, por suerte podría engancharse en uno de ellos por un brazo o una pierna. Precipitado desde la cima de una casa, me aplastaría contra el suelo. ¡Pero si hay un gancho, podría detenerme al pasar!”. Un poco más adelante, Bataille insiste en la idea de una manera más general: “Advierto ahora, al representarme el impulso de la caída, que nada existe en el mundo más que por haber encontrado un gancho”. Y luego observa que solemos evitar ver ese gancho, lo ignoramos: como si no existiera. “Nos concedemos a nosotros mismos un carácter de necesidad. Se lo concedemos al mundo, a la tierra, al hombre”.

Pero igual tal necesidad no existe en realidad. Y, efectivamente, vivimos solo porque hubo algo que nos detuvo en la caída. Colgados del gancho, no hay mucho margen de maniobra. En la introducción del libro, Bataille apunta: “El hombre que, quizá, es la cumbre, no es más que la cumbre de un desastre”. Es bueno saberlo por una mera cuestión de humildad, y para rebajar todas esas grandes expectativas con las que nos envenenan las ideologías y las religiones, y para gestionar las maniobras oportunas que, dentro de esas evidentes limitaciones, nos hagan la vida más libre, más justa, más interesante, más divertida.

Hace 30 años cayó el muro de Berlín. Entonces hubo gente que pensó que la historia había terminado. No ha sido el caso. El mundo sigue y da la impresión de que se llenara cada vez más de ruidos o que volviera, como ya ha ocurrido otras veces, a escaparse de las manos. En este año que está terminando, las calles y plazas de distintas ciudades del mundo se han llenado de gente airada, furiosa, que protestaba por estar quedándose fuera de la historia.

No hay muchas expectativas, ni grandes ni pequeñas, sobre todo entre los jóvenes. Y va cociéndose a fuego lento una frustración que puede estallar de muy distintas maneras. Las cosas resultan confusas. Muchas movilizaciones han terminado de manera violenta. Y, junto a reivindicaciones concretas, se ha podido escuchar también el ofuscado clamor nihilista que reclama la destrucción del sistema. Las posiciones sectarias se refuerzan, disminuyen las posibilidades de construir proyectos comunes.

En estos días, tan propicios para columpiarse en asuntos metafísicos (vayan por delante las disculpas), la hipótesis de ese gancho del que hablaba Bataille resulta saludable. Colgados ahí, y a salvo de precipitarnos en el abismo, damos manotazos. Un paso imprescindible es el del reconocimiento. Ver al otro, tomarlo en consideración, lanzar unos cuantos hilos para tejer alguna salida. Quizá no haya otra, y por eso lo más sensato seguramente sea apuntarse a una suerte de optimismo injustificado. Aprovechar esos minúsculos márgenes de maniobra para hacer algo, evitar los discursos maximalistas que sólo dividen a la gente, cultivar el buen humor. El gancho y la metafísica: que tengan ustedes un feliz 2020.

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