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Opinión - 01.12.2018

Catalanes airados

Las víctimas del viaje a ninguna parte de Torra son los ciudadanos de Cataluña

La Generalitat de Cataluña se ha enfrentado esta semana a la más amplia oleada de protestas sociales de los años recientes. Los paros y manifestaciones, a los que podrían sumarse nuevos colectivos, exigen acabar con los recortes adoptados por el Ejecutivo catalán para hacer frente en 2012 a una de las crisis más severas de la economía internacional. El entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, maniobró con oportunismo para desentenderse de las responsabilidades que le correspondían como representante político obligado a adoptar medidas impopulares, según tuvieron que hacer, dentro y fuera de España, la mayor parte de los Gobiernos. Conectar políticamente el malestar por la sentencia del Estatut y el generado por los recortes solo podía parecer aceptable a quienes, como Mas y sus sucesores, han actuado pensando en términos electorales mientras alardeaban de hacerlo con la vista puesta en las solemnidades de la historia.

Por lo demás, era cuestión de tiempo el fracaso de una estrategia que el actual presidente de la Generalitat, Quim Torra, ha llevado al paroxismo. Desde su llegada a la máxima dignidad institucional de Cataluña el president Torra ha tratado de ocultar la permanente incapacidad de gobernar detrás de un discurso independentista cada vez más inflamado. A estos efectos, no deja de resultar ilustrativo que los mismos líderes que saludan al pueblo de Cataluña en cada manifestación en favor de la secesión, solo vean en las actuales protestas una masa confundida acerca de los verdaderos objetivos exigidos por la nación. La realidad es que, al contrario de lo que sostienen estos líderes, los catalanes que han salido indignados a las calles son ciudadanos de un Estado democrático que ampara el derecho a manifestarse en favor de la independencia tanto como el de hacerlo para reivindicar mejores condiciones laborales y de vida. Y de un Estado democrático en el que, además, responder a estas últimas demandas corresponde precisamente a un Gobierno que, como la Generalitat, cuenta con autonomía política y recursos propios para hacerlo.

Si en esta ocasión los líderes independentistas no han proclamado “España nos roba” frente a los huelguistas y manifestantes, no es solo porque a estas alturas ese eslogan infamante carece de credibilidad, sino también porque ahora son esos mismos líderes los que están renunciando a nuevos recursos al vincular cualquier negociación presupuestaria a condiciones políticas y judiciales de imposible cumplimiento. Rehenes ellos mismos de la estrategia de cuanto peor, mejor, a la que quieren someter a la totalidad del país, las movilizaciones sociales han venido a demostrarles que las primeras víctimas de ese camino a ninguna parte son los ciudadanos de Cataluña. Solo en la mente de quien es propenso al chantaje puede interpretarse como chantaje lo que en cualquier sistema democrático integrado por ciudadanos con intereses legítimos, y no por naciones ni pueblos, constituye el núcleo de la negociación política: la decisión de asignar recursos siempre escasos en virtud de principios como solidaridad, equidad y justicia. Debatir acerca de esa decisión es lo que está tratando de impedir el independentismo gobernante; por desgracia, también los partidos que anteponen la caída del Gobierno central a cualquier otro objetivo.

El Gobierno deberá convocar elecciones si no logra aprobar unas cuentas públicas que alivien la situación de los ciudadanos más golpeados por la crisis, tanto en Cataluña como en el resto de España. Pero hasta llegar ahí el deber de todas las fuerzas políticas, incluidas las independentistas, es debatirlas en el Parlamento. Para aprobarlas o, en su caso, para hacer explícitas las razones por las que no es posible hacerlo.

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