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Opinión - 25.05.2019

Cambiar Europa es posible

Un manifiesto, suscrito ya por 120.000 firmantes, propone medidas concretas para combatir la brecha entre ricos y pobres

A pesar de los diversos análisis que califican de cruciales a los próximos comicios europeos en el conjunto de Europa, esas elecciones van a tener lugar entre la indiferencia general. En Facebook, un eminente profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Madrid, especialista en la Unión Europea, cuenta cada día, con una cierta desesperanza, los escasos minutos que la televisión nacional española consagra a Europa en esta recta final de la campaña. Lo mismo sucede al otro lado de los Pirineos, donde se da un llamativo contraste entre la general y frenética agitación del país en torno a la crisis de los chalecos amarillos y la apatía generalizada que rodea a ese escrutinio europeo.

Se pueden formular algunas hipótesis acerca de ese desinterés general de los ciudadanos europeos. En primer lugar, se observa desde hace tiempo que los medios de comunicación nacionales conceden a regañadientes un espacio sustancial a las informaciones europeas, que prejuzgan que no interesan a sus públicos, manteniendo de este modo un círculo vicioso sobre su desinterés a propósito de la Unión. En segundo lugar, incluso aunque fueran bien conocidas las funciones del Parlamento Europeo, colegislador oficial de la Unión, estas elecciones están marcadas por juegos políticos internos para formar una coalición mayoritaria de derecha o de izquierda, de tal manera que sus objetivos parecen hasta la fecha incomprensibles incluso para los mejores expertos: ¿se renovará la gran coalición entre el PPE y el grupo S&D? ¿Podría ver la luz una coalición de izquierda formada por GUE, S&D, Verdes y ALDE? ¿O, por el contrario, una coalición de derechas entre PPE, ALDE e incluso euroescépticos?… En pocas palabras, saber por quién votar cuando se forma parte del 40% de los ciudadanos europeos que tiene la intención de hacerlo resulta ser un quebradero de cabeza si votar sigue queriendo decir escoger políticas públicas.

Pero no es eso lo esencial. El desinterés de los ciudadanos europeos es en realidad más estructural. Para empezar, está socialmente distribuido. Hace ya varias decenas de años que la trayectoria de la Unión Europea ha provocado una fractura cada vez más profunda no entre los pueblos europeos —hay muchos efectos de convergencia entre el este y el oeste de Europa y entre el sur y el norte— sino en el seno mismo de las sociedades europeas. Por un lado, las clases superiores, diplomadas, móviles, se han beneficiado de la exitosa integración del mercado y la moneda única, que forma el corazón de la construcción europea. Se han enriquecido, han conocido mejoras espectaculares de sus modos de vida, han asegurado sus situaciones y las de sus hijos. Por supuesto que eso es cierto al oeste, pero es aún más espectacular al sur de Europa —en España, en Portugal, en Italia y en Grecia— y al este, en la Europa media.

El Laboratorio sobre la Desigualdad Global, de Thomas Piketty y Lucas Chancel, ha demostrado recientemente que, desde 1980, el 1% de los europeos más ricos ha visto crecer sus ingresos medios dos veces más deprisa que el 50% menos acomodado. Y ningún Estado ha escapado a esa tendencia. Las clases populares y una gran parte de las clases medias están, por tanto, lejos de haberse aprovechado en la misma medida de la construcción europea. Los más frágiles han sufrido de lleno la progresiva erosión de los seguros de desempleo, de las pensiones, de los sistemas nacionales de salud. Los derechos laborales también se han hecho menos protectores. La crisis ha agudizado notablemente el foso que separa a los empleos cualificados de los trabajos precarios, como lo señala con alarma el Banco Mundial en su último informe sobre Europa.

La Unión Europea, tal y como se ha construido en el transcurso de los últimos decenios, algo tiene que ver con esas evoluciones. Se apoya en la competencia generalizada entre territorios, sobre el dumping fiscal y social a favor de los actores económicos más móviles, y funciona objetivamente en detrimento de los más desfavorecidos. Mientras la UE no tome fuertes medidas simbólicas para la reducción de las desigualdades, por ejemplo un impuesto común que grave a los más ricos y permita bajar el de los más pobres, esa situación perdurará.

El Manifiesto por la democratización de Europa, suscrito en pocos meses por 120.000 firmantes, hace propuestas concretas para ir en ese sentido y reorientar profundamente el proyecto europeo. Comprende un tratado de democratización de Europa y propone un llamado presupuesto de democratización. Para esquivar la regla de unanimidad en materia fiscal, el tratado crea una asamblea soberana europea, constituida por parlamentarios nacionales y europeos, que tendrá por de pronto la insigne virtud de europeizar las elecciones nacionales, ahora que vemos el callejón sin salida en el que nos encontramos con unas elecciones europeas exclusivamente nacionales 40 años después de la primera elección del Parlamento Europeo con escrutinio universal directo.

Con el respaldo de una nueva legitimidad transnacional, esta nueva asamblea tendrá la posibilidad de votar un presupuesto europeo cuatro veces más importante que el presupuesto actual, capaz de enfrentarse sin demoras a las carencias y de producir un conjunto de bienes públicos en el marco de una economía duradera y solidaria. Ese presupuesto estará financiado por cuatro grandes impuestos europeos, consagrando una nueva solidaridad europea entre los Estados y en el seno de las sociedades europeas. Recaerán sobre los beneficios de las grandes empresas, de los ingresos más altos, de los altos patrimonios y de las emisiones de carbono. Ese presupuesto podría financiar bienes comunes europeos, como un ambicioso programa de inversiones para transformar nuestro modelo de crecimiento, la investigación, la formación y las universidades europeas, financiar la acogida de migrantes o un seguro de desempleo europeo; podría asimismo otorgar un margen de maniobra presupuestario a los Estados miembros para reducir las cargas que afectan a los bajos salarios y al consumo y que lastran a las clases populares europeas.

No se trata de crear una “Europa de las transferencias” que buscara tomar el dinero de los países “virtuosos” para dárselo a los que lo fuesen menos. Nuestro proyecto de democratización lo dice explícitamente, al limitar la brecha entre los gastos deducidos y los ingresos pagados a cada país a un límite del 0,1% de su PIB. No obstante, como se financiará un conjunto de bienes comunes que beneficiarán a la totalidad de los Estados miembros, ese presupuesto generará de facto un efecto de convergencia entre ellos. Pero se focalizará sobre la disminución de desigualdades sociales y fiscales dentro de los pueblos europeos.

Nuestro tratado puede ser adoptado mañana. No es un tratado comunitario, sino un tratado internacional ad hoc, idéntico al que creó el mecanismo europeo de estabilidad (MES) y cuya validez fue ratificada por la Corte de Justicia de la UE. ¡Es por tanto una utopía bien real! No necesita de la improbable unanimidad de los 27-28 Estados miembros. Prevé que podría entrar en vigor a condición de que los Estados que representan el 70% de la población de la zona euro lo firmaran: Francia, España, Portugal, Italia, Bélgica y Grecia, cuyas clases populares han quedado asoladas por las políticas de austeridad.

Con el Tratado de democratización de Europa, finalmente, la UE podría convertirse en un punto de encuentro de esas clases populares y clases medias que hoy se alejan de ella y la amenazan con hacerla explotar. Al hacer disponibles unos concretos bienes públicos a su escala, las acoplaría de ese modo a un proyecto europeo de nuevo democratizado. 

Guillaume Sacriste es profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad de la Sorbona y coautor, junto a Thomas Piketty, de Por un tratado de democratización de Europa (Seuil).
Traducción de Juan Ramón Azaola.

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