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Opinión - 12.02.2020

‘Vocación de repartidor’

Es un libro ilustrado y empieza así: “Robertito tenía seis años, el pelo colorado, un jersey a franjas, dos hermanas más pequeñas que él y una ilimitada vocación de repartidor de leche”

Ha aparecido en casa de mis padres, entre cartas de cuando tenía 11 años (aquel F5, bajar al buzón del portal cada media hora para ver si había llegado algo), el primer libro que leí en mi vida. Mejor decir el primer libro del que tengo recuerdo, pero cuál es la verdad: ¿la que recordamos o la que fue? Lo curioso es que el libro aparece cada cierto número de años por casa, como un cometa. Ya no me extraña verlo; lo que me extraña es qué hace durante el tiempo en que no está a la vista.

Se llama Vocación de repartidor, es un libro ilustrado y empieza así: “Robertito tenía seis años, el pelo colorado, un jersey a franjas, dos hermanas más pequeñas que él y una ilimitada vocación de repartidor de leche”. Sigue en la página siguiente: “El misterioso planeta de las vocaciones está por explorar. El misterioso planeta de las vocaciones es un mundo hermético, recóndito, clausurado, pletórico de una vida imprevista, saturado de las más insospechadas enseñanzas. ‘Niño, ¿qué vas a ser?’. ‘General, papá’. El día estaba espléndido, radiante, y las golondrinas volaban veloces, al claro y cálido sol. ‘Niño, ¿qué vas a ser?’. El día está nublado y frío, desapacible y gris. El niño rompe a llorar con un amargo desconsuelo. ‘Nada, yo no quiero ser nada”.

Las ilustraciones son de Montse Ginesta. Veo ahora que a todos los personajes les dibujé a lápiz un moco debajo de la nariz picuda. El niño repipi quiere ser repartidor de leche como los dos randas del barrio, Luisito y Cándido, de nueve y diez años, que no le permiten ni acercarse a ellos. “Porque no”, le dicen, “porque eres un pelma, porque no queremos nada contigo, porque no queremos ser amigos tuyos”. Pero Robertito se humilla persiguiéndoles y llega a colarse en un edificio tras ellos, hasta que rompe a llorar “cada vez más desaforadamente”, tras ser insultado de nuevo. Aparece un señor dibujado con pantalones de arlequín que pregunta a Luisito y a Cándido qué pasa: “Es que no queremos hablarle”. Y dirigiéndose a Robertito, ya con el sombrero en la mano, el hombre le pregunta por qué está detrás de ellos: “Es que es lo que más me gusta”. A la colección le da nombre unos versos de Maiakovski: “Si esto es lo que queréis, / seré intachablemente delicado: / no seré un hombre, / sino / una nube en pantalones”. La nube en pantalones, se llama.

Siempre me llamó la atención el punto extraordinario de crueldad de ese libro infantil. De adulto no entendía esa versión de la vida descarnada y cruel de un libro para niños de seis años. No había principio feliz, desarrollo feliz ni final feliz; era un crío simplemente humillándose una y otra vez ante dos tipos que pasaban de él porque lo consideraban un imbécil. Me quise recordar como Luisito y Cándido, los macarras, niños repartidores de leche envidiados por otro, pero en realidad siempre hubo más de Robertito repipi que de otra cosa; alguien detrás de algo con sonrisa de pánfilo.

Hace un tiempo descubrí el secreto de Vocación de repartidor. Hice una cosa que no se me había ocurrido antes: ver el nombre del autor para ponerlo en Google a ver qué le pasaba en la cabeza. Y leí: “Camilo José Cela”. O sea, que se trataba de aprender a leer al mismo tiempo que aprender a vivir, una especie de mancha al nacer que te recuerde que no vas a tener respiro ni en la primera palabra escrita que leas. Me pareció bien.

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