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Opinión - 19.09.2019

Vigor híbrido

Las razas puras no existen más que en la mente de los lunáticos

Su nombre técnico es heterosis, pero los agricultores y ganaderos lo han llamado siempre vigor híbrido. Cuando una variante de trigo, de cabra o de vaca empieza a dar signos de obsolescencia —enanismo, lentitud de crecimiento, pobreza de rendimiento y fertilidad macilenta—, lo primero que hace un mejorador es cruzarla con otra variedad o especie de su género. Los deterioros debidos a la endogamia se resuelven de un plumazo, pues cualquier mutación en el cromosoma de papá queda cubierta de inmediato por el gen correcto de mamá, y viceversa. En unas cuantas generaciones más las propiedades deseables de ambas cepas se pueden ir seleccionando, al tiempo que las perniciosas se van eliminando. El resultado es una variante con lo mejor de dos mundos y libre de lo peor de ambos. Vigor híbrido: una buena receta genética para eludir los males del ensimismamiento, tan abundantes y penosos. Y un argumento científico contra el racismo, a nada que lo piense uno.

Estamos acostumbrados a pensar en la evolución como un proceso sosegado y cachazudo, que solo a base de tiempos interminables consigue paso a paso adaptar a las especies al cambio de los entornos, que por supuesto es igual de lento que sus respuestas biológicas. Pero las cosas no siempre funcionan así. Tomemos la mosca Rhagoletis pomonella, que infecta a los majuelos, o espinos albares. A mediados del siglo XIX, un grupo de Rhagoletis se aburrió de los majuelos americanos y, de alguna manera, se pasó a los manzanos que habían llevado allí los colonos europeos. Su fisiología se transformó para adaptarse a comer manzanas, y hasta aceleró su crecimiento para estar maduro en la época del año en que los manzanos fructifican.

Lo más extraordinario, con todo, es que las mutaciones que permitieron esa adaptación a Rhagoletis se habían generado un millón de años antes por un cruce con otra especie de mosca. De nuevo, vigor híbrido. Incluso las tortugas y pinzones de las islas Galápagos que inspiraron a Darwin su teoría de la selección natural han evolucionado, y generado nuevas especies adaptadas a cada isla, mediante la hibridación entre especies distintas, según ha descubierto la investigación reciente. Quizá la más espectacular maquinaria evolutiva de nuestro tiempo sean los cíclidos, unos peces óseos de agua dulce que se han diversificado en varios miles de especies en los grandes lagos de África, como la comestible tilapia y el alud de peces de colores que pueblan los acuarios de los aficionados. La hibridación entre especies tiene también aquí un papel protagonista.

La evolución humana tiene toda la pinta de haber seguido pautas similares. Las únicas tres especies humanas de las que tenemos el genoma secuenciado (sapiens, neandertales y denisovanos) muestran evidencias indiscutibles de hibridación: entre neandertales y denisovanos, y entre cualquiera de ellos y nosotros. Hay indicios de que algunos de estos cruces ayudaron a nuestra especie, los sapiens recién salidos de África hace 50.000 años, a adaptarse a entornos que no habían conocido nunca, como los hielos de las estepas siberianas o las alturas anóxicas del Tíbet. Y eso no se acabó ahí, ni mucho menos. La historia de la humanidad es una narración de migraciones e hibridaciones, no esta vez entre especies, sino entre poblaciones que hasta entonces habían permanecido aisladas entre sí. Las razas puras no existen más que en la mente de los lunáticos. Aunque es cierto, desde luego, que la mente de un lunático puede ser más dañina que una bomba de hidrógeno.

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