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Opinión - 25.01.2020

Vientos y tempestades

Si hay en España un territorio plurinacional es el delta del Ebro, situado en Cataluña pero formado por sedimentos de tierras procedentes de todo el recorrido del río

Si algo tiene el delta del Ebro —como cualquier otro delta del mundo— es su singularidad como territorio. Mitad tierra y mitad agua, su misma existencia es un milagro y, como tal, su fragilidad es enorme. Cualquier alteración climatológica, cualquier decisión política, cualquier intervención humana en él pueden hacerlo incluso desaparecer, parcial o completamente.

Por mi vinculación personal con ese lugar tan especial como apasionante desde todas las perspectivas del conocimiento, incluida la percepción estética, he seguido estos días las noticias que hablaban de su afectación por el temporal Gloria, cuyos efectos han sido tremendos en todo el Levante español, incluida la provincia de Teruel, de repente protagonista un día sí y otro también de los informativos, pero sobre todo en el delta del Ebro, 3.000 hectáreas del cual han sido invadidas por el mar. El mar se retirará, pero la sal quedará por mucho tiempo en la tierra, dificultando o impidiendo su cultivo. Los daños son tan severos que los alcaldes de la región del delta ya han pedido la declaración de zona catastrófica y la ayuda de las instituciones públicas, máxime al tratarse el delta de un ecosistema sujeto a múltiples protecciones. Aparte de los arrozales, el territorio da de comer a miles de aves y a una fauna terrestre y fluvial de una diversidad pareja a su vulnerabilidad como especies en algún caso.

De inmediato, los comentarios han convertido el delta del Ebro en un nuevo campo de batalla entre nacionalistas de uno y otro signo, ignorando que si hay en España un territorio plurinacional es ese apéndice de aluvión situado en Cataluña, pero formado por sedimentos de tierras procedentes de Cantabria, Castilla, el País Vasco, La Rioja, Navarra, Aragón y la propia Cataluña que los numerosos ríos de esas regiones han arrastrado hasta el Ebro, y este, depositado en las márgenes de su desembocadura durante siglos y siglos de avenidas. Así que hablar del delta en términos de propiedad es tan absurdo como considerar, como he oído a algunos comentaristas, que la responsabilidad de lo sucedido al delta estos días, así como la obligación de poner remedio a los efectos del temporal, la tienen unas u otras instituciones según la adscripción política y el sentimiento de pertenencia de cada cual. O peor: alegrándose de los destrozos por considerar al delta catalán —los más anticatalanistas— o a sus vecinos insolidarios por haberse opuesto al Plan Hidrológico de Pujol y Aznar, otros. Naturalmente, el calibre de las descalificaciones se acentúa en las redes sociales, en las que, como es costumbre, aflora lo peor de la raza humana, tanto como para que uno suscriba el comentario de un lector de este periódico que, ante el nivel tabernario de los insultos que otros lectores se dedicaban a propósito de las informaciones sobre la inundación del delta del Ebro, escribía: “Algunos comentarios me hacen pensar no ya si algunos pertenecen a mi mismo país, sino a mi misma especie”.

El refrán popular que dice que quien siembra vientos recoge tempestades vale, pues, por lo que se puede ver, para los responsables de las actuaciones que han conducido al planeta a la situación de emergencia climática que se demuestra cada día que pasa y para los que con las suyas han convertido la convivencia entre los españoles y los catalanes, y entre los catalanes mismos, en una fricción continua, tanto de un lado como del otro.

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