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Opinión - 26.06.2019

Una doble oportunidad

La izquierda puede restituir con claridad y rotundidad la utilidad de la socialdemocracia contra la demagogia recentralizadora, la exhibición de españolismo del 155 y la ultraderecha

La confianza que despertó Pedro Sánchez en un sector de la izquierda ha salido reforzada en España y catapultada hacia Europa. Se antoja a primera vista una oportunidad creíble para una doble operación de control de daños en el asunto territorial y a la vez en el futuro de la ultraderecha europea. En esta socialdemocracia de alma clásica (PSOE) o más exigente (Podemos) podría estar el instrumento que revirtiese la lógica emocional de las dos movilizaciones más activas de los últimos años: el procésy el neoespañolismo, ambas insensibles a la urgencia europea actual.

Para llegar a este punto inaugural de hoy, primero el aire se pobló de demagogia cuatrera. La polución no procedía de rebeldes marginales y subversivos. Las proclamas contra el orden democrático y los valores constitucionales llegaron vestidas con traje y corbata, americana planchada y pulserita folclórica porque anidó en las tres derechas amigas, el PP, Ciudadanos y Vox. Pusieron en circulación un pantone voxiferante, rancio y apocalíptico, donde los socialistas hacían el papel de los comunistas durante la dictadura: con Pedro Sánchez culminaría la quiebra de España, el trapicheo de trapos sagrados, la venta a plazos de la patria. Tanto los partidos de la derecha como los ciudadanos sabían que la trola promediaba testosterona y falsedad empírica. La emulación de la demagogia del unilateralismo independentista no ha sacado a la derecha las castañas del fuego ni ha sacado al okupa de La Moncloa, ni han podido emprender la conquista del poder por la puerta falsa del desvarío catastrofista. La presunta emergencia nacional se convirtió en cliché del rencor por la pérdida del poder: en el PP, porque lo había perdido de verdad, y en Ciudadanos, porque la moción de censura volatilizó la fantasía gore del acceso de su líder a La Moncloa.

En este garabato, Vox pinta poco. Su vocerío pasado de vueltas metió miedo a las dos derechas, la natural y la sobrevenida, las intoxicó de pánico y las llevó por los arrabales de la demagogia de mercadillo. Hoy, PP y Ciudadanos blanquean a Vox sin escrúpulos y con auténtica temeridad política mientras los suman al poder autonómico y municipal. La explicación cosmética defiende que su incorporación a las instituciones contribuirá a su domesticación; la explicación más plausible, sin embargo, sospecha una derechización factual de PP y Ciudadanos en ámbitos demasiado sensibles (feminismo, inmigración, memoria histórica, recentralización autonómica). Vox ha conquistado desde las elecciones andaluzas una emancipación fresca, retadora y suburbial, pero ha necesitado 40 años de democracia ese sector ideológicamente retrógado para reconquistar la autoestima y sentirse a gusto consigo mismo.

Lo grave no está en ellos, sino en la aclimatación integradora que Ciudadanos les regala frente al europeísmo consistente de Manuel Valls. El crecimiento de Vox procede sobre todo de la sintonía de sus votantes con los nacionalpopulismos que bombean en el sistema circulatorio de las democracias europeas. Este Vox nuestro es la versión local, teñida de nostalgia franquista, de la desfachatez machirula, proteccionista e hipernacionalista que aúna a Trump y a Bolsonaro, a Salvini, a Le Pen y a Orbán. De la misma manera que Falange Española fue en 1933 la versión indígena y tardía de los fascismos galopantes en la Europa de los años veinte, Vox ha emergido con sus siglas emancipadas del PP también con retraso. Pero el brillo de su horizonte de expectativas es más bajo y menos prometedor que el que disfrutan sus pares en Italia, en Francia, en Austria o en el Reino Unido. Ninguno de esos países lleva la mochila franquista tan próxima, tan cercana, tan viva aún. El resto de Europa hace 80 años que perdió de vista ese infierno, y esos 80 años de cultura democrática han favorecido, por puro olvido y omisión, la emergencia de fuerzas ideológicamente similares a los fascismos de entreguerras.

España es ahí un caso aparte. La memoria del franquismo está demasiado próxima dentro de las familias, en el tejido social, en la sensibilidad política de la democracia. Tampoco Portugal tiene una fuerza de extrema derecha significativa porque también Portugal, como nosotros, tiene demasiado cercana biográfica e históricamente la dictadura salazarista. La memoria todavía caliente de la dictadura es un blindaje férreo contra audiencias masivas para nostálgicos de los valores franquistas, y no propiamente del franquismo. Esa me parece una diferencia central que, por una vez, permite sofrenar el alarmismo sobre el papel de Vox en España, pero no su significado en Europa.

Hay todavía otra singularidad más en el comportamiento político de la democracia española. Al parecer, también llevamos la contraria al resto de los ciudadanos europeos al haber respaldado la socialdemocracia como instrumento efectivo contra la demagogia nacional-populista. La zafia política del comité federal que defenestró a Sánchez, y la renovación generacional inmediata, pusieron in extremis las condiciones para detener la autodestrucción socialista. Frente a la disolución de los partidos socialistas en Europa, el PSOE ha logrado entre abril y mayo un resultado que hace un año nadie hubiera imaginado, al menos en público: hubiese sido tachado de delirante optimista o de voluntarista iluso.

Pero no era ningún disparate sospechar que la fosilización del partido dejaba servidas las condiciones objetivas para una refundación generacional. Es aproximadamente lo que logró en dos fases, moción de censura y ciclo electoral, el temple político y la terquedad personal de Pedro Sánchez. Son muchas las razones político-morales que consiguieron sacar de la abstención al votante socialista y también son múltiples las que lograron revertir en su favor el voto que en 2015 encontró en Podemos un mejor clima, asqueado de la parálisis socialista y movilizado por la ilusión de una nueva exigencia democrática.

Sin embargo, un buen porcentaje de ese voto no procedía del miedo a la derecha pura y dura, sino sobre todo de la aprobación explícita a una gestión política, comunicativa e institucional que ha borrado de un plumazo la chulería macarra de los antiguos portavoces populares, el desplante como recurso retórico, la propensión autoritaria como tinte, la grisura granítica de los discursos como atmósfera moral y el tratamiento de la turbamulta de corruptos propios como transitorio acné político. Es verdad que todos olvidamos muy rápido, pero es verdad también que los 10 meses de poder socialista cuajaron un alivio civil tangible, una compensación tardía y un masaje incluso de autoestima a cuantos creímos que sí había otra forma de gobernar.

La socialdemocracia todavía no es una pantalla antigua. La demagogia de la derecha montaraz forzó en campaña electoral un perfil bajo en la propuesta ideológica de los socialistas y de Podemos. Con vistas al futuro, sin embargo, en España y en Europa la izquierda tiene la oportunidad de restituir sin grandes voces, pero sí con claridad y rotundidad, la utilidad práctica de la socialdemocracia como instrumento contra la demagogia recentralizadora, la sobreactuada exhibición de españolismo del 155 y la ultraderecha pastoreada por Steve Bannon, incluidos monaguillos tan toscos como sus pares locales. En las próximas elecciones ahí seguirán todavía. Pero algunos de sus émulos más inquietantes figurarán mucho antes en las candidaturas de las autonómicas catalanas de este fin de año: quizá sea ese, en realidad, el auténtico fin de ciclo electoral.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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