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Opinión - 21.06.2019

Una cuestión personal

Las enemistades y aversiones de la clase dirigente malogran el deber del consenso parlamentario

Empieza a resultar verosímil que los españoles sean convocados a las elecciones generales por cuarta vez en cuatro años. Se ha italianizado la política nacional entre los escombros del bipartidismo. Y se ha precipitado una inestabilidad cuyas fronteras se resienten bastante más de las discrepancias personales que de las diferencias ideológicas.

Sánchez no soporta a Pablo Iglesias. Y Rivera no soporta a Sánchez. Cuesta trabajo creer que prevalezcan las aversiones particulares a las responsabilidades generales, pero la inmadurez de nuestra clase dirigente y la vehemencia adolescente de los gallos que la habitan, amenazan la política de Estado, hasta el extremo de frivolizar con las investiduras y la paciencia del electorado.

El problema de Rivera no es el socialismo, es el antisanchismo. Tan cerca se hallan Cs y el PSOE que estuvieron a punto de gobernar juntos en 2016. O que van a hacerlo ahora en algunos municipios, pero la distorsión de las relaciones humanas contradice si quiera la abstención en la investidura. Rivera prefiere que a Sánchez lo arropen los independentistas e Iglesias para así reprochárselo. Y porque el líder naranja quiere convertirse en el líder de la oposición. Semejante expectativa tendría más sentido si no fuera porque las elecciones del 26-M han desenfocado el sorpasso y porque el desenlace de los pactos con el PP demuestra que Rivera ha reforzado el liderazgo de Casado cuando más amenazado parecía encontrarse el timonel de Génova.

La paradoja añade presión al trance de la investidura: Rivera no puede permitirse salvar la cabeza de Sánchez después de haber salvado la de Casado. El gesto de la abstención o de la cooperación conviene a la estabilidad política a expensas del soberanismo y del populismo —¿no eso el patriotismo?—, pero resultaría incongruente con el dogma del antisanchismo y con la demoscopia naranja: Cs crece más contra Sánchez que cerca de Sánchez.

Semejante convicción prevalece sobre cualquier otra posibilidad. Rivera ha eludido plantear a Sánchez unas condiciones exigentes o leoninas para sensibilizarse con la abstención. No ha habido negociaciones. Ni siquiera para asegurar el modelo territorial, fiscal o laboral. Es responsabilidad del presidente del Gobierno ganarse las adhesiones, involucrar a los socios de investidura, pero las enemistades personales y los guiños desesperantes de Sánchez al nacionalismo —el blanqueo de Bildu en Navarra— predisponen un escenario de desencuentro que el presidente del Gobierno aspira a transformar en coacción.

La estrategia, cínica, temeraria, implica organizar una investidura fallida y sobrentender un adelanto electoral que maltrataría seriamente los intereses de Podemos y Ciudadanos. Es la razón por la que Pedro Sánchez los presiona indistintamente, aunque no se le puede atribuir ni a Iglesias ni a Rivera —opciones no ya incompatibles sino excluyentes— la negligencia que supondría buscar al fondo de las urnas la obligación del consenso parlamentario.

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