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Opinión - 27.07.2019

Un Gobierno de izquierdas

En lugar de aprovechar los meses pasados desde las elecciones para formar una gran coalición en el centro político, se difundió la fantasía de un Ejecutivo de izquierdas, que es imposible porque no hay escaños

Por segunda vez en su corta carrera, Pedro Sánchez se ha estrellado con la realidad de que no existen posibilidades de formar un Gobierno estable, coherente y eficaz con la mayoría que le permitió ganar la moción de censura. Aunque no cabe descartar que lo intente una vez más, lo cierto es que la única posibilidad de que España cuente en los próximos años con un Gobierno de progreso —en el sentido de un Gobierno que permita progresar a la mayoría de los españoles— es mediante algún tipo de acuerdo del PSOE con Ciudadanos y Partido Popular. Esa es la situación que se pronosticaba antes de acudir a las urnas, esa es la situación que resultó de las elecciones de abril y esa es la situación a la que se ha llegado después de tres meses de mediocres negociaciones.

Esa realidad le ha sido ocultada a la opinión pública por unos líderes políticos cuyos intereses, debido a sus propios errores, se han hecho antagónicos con el pacto. Albert Rivera se equivocó al no ofrecer un programa de Gobierno sobre el que Sánchez se viera obligado a negociar y ahora le cuesta mucho rectificar. Pablo Casado, todavía muy débil, teme que cualquier paso en falso conduzca a él o a su partido hacia el precipicio. Pero el principal responsable es el propio Sánchez. En primer lugar, porque es él, como la persona encargada por el Rey de formar Gobierno, quien tiene que llevar la iniciativa. En segundo lugar, porque es él quien primero apostó por la negación del pacto para alcanzar el poder en su partido. Y en tercer lugar, porque Sánchez probablemente sospecha que un acuerdo con dos de lo que tan insistentemente ha llamado “las tres derechas” desperfile por completo su figura y la de su partido, que ahora son casi la misma cosa. El grito de “con Rivera no” con el que Sánchez fue aclamado en la noche electoral, es suficientemente elocuente de las expectativas que el líder había creado entre sus seguidores.

En lugar de aprovechar estos meses pasados, ante la inevitabilidad de los resultados que ofrecieron las urnas, para hacer pedagogía sobre la necesidad de dirigir una gran coalición en el centro del espectro político, se difundió la fantasía de un Gobierno de izquierdas que es simplemente imposible. No existen escaños en la izquierda para formar un Gobierno estable, coherente y eficaz. Ese supuesto Gobierno de izquierdas exige la plena participación —Iglesias tiene razón en este punto— de un partido que en cualquier país de nuestro entorno sería considerado de extrema izquierda, un partido además cuyos orígenes son el chavismo y el populismo. Hay que recordar que Podemos irrumpió en la política española no hace mucho con un mensaje tan antieuropeo —entonces se decía contra la Europa de Merkel y de los mercaderes— como el del populismo de derechas.

Pero aunque hubiera que creer en la súbita transformación de esa fuerza radical y populista —por estas dos cualidades sufrió una grave escisión hace pocos meses— en un partido con sentido de Estado, para que ese supuesto Gobierno de izquierdas echase a andar se requiere el visto bueno de fuerzas tan de izquierdas como el PNV, el antiguo partido del izquierdista Pujol —ahora el partido del izquierdista Puigdemont— y de otras, como ERC y Bildu, que tal vez sean de izquierdas en el sentido ideológico, pero desde luego carecen del compromiso de lealtad al Estado que debería de ser requisito mínimo para influir de cualquier manera en el Gobierno de España.

No, eso no es un Gobierno de izquierdas. La primera condición de un Gobierno de izquierdas es su vocación de servicio a los ciudadanos, especialmente a los más desfavorecidos. Eso exige un Gobierno eficaz, capaz de ganar apoyos para grandes reformas sociales, de generar consensos para abordar las grandes preocupaciones de la población —las pensiones, la salud, la educación— y para sentar las bases de la prosperidad futura —el medio ambiente, la igualdad de oportunidades, la inmigración—. Eso hicieron otros Gobiernos de izquierdas en el pasado. Un Gobierno de izquierdas no es aquel en el que sus integrantes se ponen camisetas con leyendas progres para encabezar las manifestaciones. Un Gobierno de izquierdas es el que combate los prejuicios y se esfuerza por impulsar una sociedad más responsable y menos sectaria.

Un Gobierno de izquierdas debe también defender el Estado democrático, que es el único instrumento conocido hasta la fecha para que los más débiles se sientan protegidos por la ley frente a los poderosos y los aspirantes a tiranos. Y la defensa del Estado democrático se hace en su integridad, con firmeza y, aquí sí, sin concesiones.

Es sabido que vivimos tiempos dominados por los demagogos y en los que la verdad es con frecuencia sustituida por lo verosímil. Tras su primera derrota electoral, Sánchez hizo creer a muchos que un Gobierno de izquierdas era posible. Otros dirigentes de entonces en su partido no lo compartían y lo echaron para que no lo intentase. Después, fue él quien echó a los demás pero sigue sin formar el supuesto Gobierno de izquierdas, sencillamente porque no es posible. Tendría que repetir elecciones y conseguir mayoría absoluta o borrar a Podemos del mapa para que el mito del Gobierno de izquierdas se hiciese realidad.

Este país no tiene tiempo para ese absurdo propósito. En pocos meses conoceremos una sentencia trascendental que, sin duda, provocará una enorme tensión en Cataluña. El problema sigue ahí, con toda su dramática intensidad, quizá aliviado en parte por la división y la frustración en el campo independentista, pero agravado al mismo tiempo por el debilitamiento de las instituciones y la división también en el campo constitucionalista.

Parece inevitable que la economía se ralentice a corto plazo y ni siquiera se descarta una nueva recesión en el horizonte. Salimos de la crisis anterior con recortes y sacrificios pero sin las reformas necesarias para afrontar con garantías nuevas dificultades. Conviene recordar que aún hoy el país se gobierna con los últimos Presupuestos de Mariano Rajoy.

La polarización política hace imposible también avanzar en terrenos imprescindibles como el de la lucha contra el cambio climático, en el que se producen incluso injustificables retrocesos como el que se intenta en la ciudad de Madrid.

Agudizar esa polarización con un Gobierno apoyado por fuerzas con intereses contrarios y muchas veces contradictorios sería nefasto para el conjunto del país, ajeno, como demuestran las encuestas, a esta lucha narcisista por el poder. Seguir convocando elecciones cada seis meses hasta obligar a los ciudadanos a decir lo que queremos que digan empieza ya a poner seriamente en peligro nuestra democracia, por estéril, por falta de legitimidad.

Es comprensible la desconfianza personal entre los líderes políticos. Rivera ni siquiera acudió a las citas con Sánchez. Este, no solo no les ofreció nada a sus rivales, sino que pidió que le permitieran formar su Gobierno mientras los llamaba fascistas. Han pasado muchas cosas pero no tanto tiempo desde que Sánchez y Rivera fueron capaces de firmar un programa de Gobierno o desde que Rajoy —con más escaños de los que hoy tiene Sánchez— ofreció un Gobierno de coalición.

Es poco probable que esto ocurra. Todos temen ser acusados de traición. Es más probable que Podemos ceda un poco más y acabemos teniendo en septiembre un Gobierno en minoría que requerirá para cada paso que dé el apoyo de fuerzas nacionalistas que han confesado que ese es el Gobierno que más les conviene, lo que permite deducir que es el que menos le conviene a la democracia española.

Aún queda tiempo. Pero hay que saber utilizarlo. No se trata de engañar al contrario sino de construir una mayoría sólida. Ese juego de que primero soy muy de izquierdas para luego ser de centro debe acabarse. Esa no es la condición de un buen político. España lleva demasiado tiempo paralizada por esos cálculos infantiles. No hay mejor manera de ser de izquierdas hoy que poner fin a esta transitoriedad, a este teatro.

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