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Opinión - 10.02.2019

Traidores

El recurso a la difamación de quien muestra su distancia respecto a un supuesto camino político correcto es el arma más eficaz para subvertir la libertad de pensamiento y el arraigo del pluralismo

A los traidores reservaba Dante el último círculo de su infierno, el noveno. Tan terrible consideraba el pecado de felonía, que les hacía compartir su espacio con el mismo Lucifer. A los peores de entre ellos, Judas, Casio y Bruto, el poeta los ubicaba incluso con la cabeza dentro de cada una de las bocas del tricefálico Satanás. ¡Ahí es nada!

En la política española no hemos llegado a tanto. Pero casi. Este mismo domingo se celebra un auto de fe en la plaza de Colón de Madrid en la que el “traidor” Sánchez va a ser quemado en la pira puesta al efecto por el bloque de derechas. Está acusado, ni más ni menos, que de “alta traición” a la democracia española. Es tanta la desmesura, que uno se queda sin palabras.

Lo malo es que estas acusaciones de traición proliferan también más allá de la derecha nacional. Le ocurrió a Errejón cuando hizo público su compromiso con la lista de Carmena para la Comunidad. Y como todos sabemos, el evitar esta acusación fue lo que llevó a Puigdemont a negarse a convocar elecciones inmediatamente antes de la aplicación del 155. De hecho, es la gran coacción que cohesiona a todos los sectores independentistas. La traición como espantajo inhibidor de cualquier acción política pragmática. La acusación de traición es tremendamente funcional para acallar la disidencia y mantener prietas las filas. Y su proliferación es directamente proporcional a la polarización política entre bloques.

Vistos de cerca, sin embargo, resulta que hay traidores buenos. Casio y Bruto participaron en la conspiración contra César porque quisieron evitar su dictadura y retornar al gobierno republicano. En realidad eran patriotas. El traidor fue César. Dante se equivocaba, pues, al colocarlos en tan terrible lugar e incómoda postura. Y el máximo felón de la tradición cristiana, Judas Iscariote, probablemente sea, como dice P. Sloterdijk, el personaje más trágico de la historia. Sin él no hubiera podido realizarse el plan redentor de Cristo, estuvo predestinado y seleccionado para hacer el mal, con la paradoja de que nunca una acción tan terrible ha producido presuntamente tan buenos efectos espirituales. Y miren cómo se le pago.

Lo mismo ocurre con la disidencia política, que en el fondo no es más que una diferente evaluación, errada o no, de lo que se presentan como presupuestos políticos dogmáticos. Es parte de ese saludable ejercicio de la crítica sin el cual no podemos imaginar el proceso democrático. El recurso a la difamación de quien muestra su distancia respecto a un supuesto camino político correcto es, en consecuencia, el arma más eficaz para subvertir la libertad de pensamiento y acción y el arraigo del pluralismo. Una política que se llena de “traidores”, considerados como tales por huestes indignadas que se arrogan la representación de supuestas verdades, es síntoma seguro de que hay algo en ella que ya no funciona. Quien eleva la acusación de traidor es así el verdadero traidor a una democracia bien entendida.

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