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Opinión - 23.02.2020

Te la estás jugando

Se respira hoy un discurso tan radical en contra de la intervención del Estado como limitador de la codicia empresarial que estamos obligados a estar alerta

Contaba la siempre genial Lola Flores que al despertar de una intervención quirúrgica lo primero que gritó fue: “¡Bingo!”. Tenía La Faraona el vicio del juego y aunque en su boca todo sonaba chispeante, seguro que algún pendiente de aquellos que perdía por el escenario del Florida Park debió de dejar en prenda en esas ocasiones en las que no logró cantar victoria. Solía contar el director de cine José Luis Cuerda que la casa familiar de Madrid se la ganó su padre, jugador profesional, en una partida de póquer. Al escuchar una historia feliz en la que interviene un golpe de azar solemos experimentar un placer delegado, y atribuimos al ganador la inteligencia del pícaro, que es algo que en España seguimos valorando: esa ganancia en la que en vez del mérito intervienen la tentación y el riesgo. Como suele, el cine, que todo lo mejora, ha aportado un misterio, un glamour, una emoción al juego del que al menos hoy carece. Recuerdo una noche en Atlantic City, paraíso de los negocios de Donald Trump, paseando por aquellos descomunales y horrendos casinos enmoquetados, carentes de ventanas para que el público no se despistara en su afán de jugarse el dinero. Dejando a un lado la inevitable música de fondo no se oía apenas la voz humana. Enmudecidos, las señoras y los señores jugadores, vestidos con descuido, desparramados por el sobrepeso, se concentraban delante de la pantalla de una tragaperras o de una mesa de juego. La implacable luz cenital afeaba los rostros. La dependencia del vicio saltaba a la vista, impúdicamente. Si entendemos que la palabra tentación contiene connotaciones hedonistas, en ese ambiente se habían esfumado: no había más que soledad, vacío, sorda desesperación.

Estos días comienzan a tener voz en la prensa las familias de los poseídos por el juego. Asistimos asombrados a su desesperación, al mismo tiempo que comprobamos que en los intermedios de las tertulias políticas televisivas hay un anuncio tras otro dedicado a las casas de apuestas, casinos, bingos, sea cual sea la naturaleza que adopten. Incluso son denominados locales de entretenimiento. La heroína del siglo XXI, la han llamado. Tiene algunos parecidos con aquella plaga de los ochenta: arruina emocional y económicamente a los enganchados y a sus familias, que no saben cómo auxiliarlos. Pero este específico fenómeno social es perverso en cuanto a que ha proliferado a la vista de todo el mundo, con el consentimiento de las autoridades. En la última década los locales de juego crecieron sin control y se ubicaron astutamente en los barrios más desfavorecidos; según un estudio de las Asociaciones Vecinales de Madrid, justo allí donde hay rentas bajas, desempleo y un nivel bajo de estudios. Y qué casualidad que se abrieran cerca de los institutos, dejando abierta la posibilidad de echar el lazo a jóvenes que precisan luego de ayuda psicológica para recuperar su libertad. Abandonamos a las familias en su estupefacción; incluso hay personajes públicos que cobran un dineral por publicitar esta droga y días más tarde presentan una campaña benéfica.

El signo de los tiempos, que tiende masivamente a un ultraliberalismo carente de piedad, defiende la libertad de acción. En realidad, una hipócrita manera de desatender a los excluidos. Es el camelo del libre albedrío. Como decía el neurocientífico Juan Lerma, “si eres un adicto a la nicotina y yo te ofrezco un cigarro, tú tienes la libertad de aceptarlo o no, pero si probamos 100 veces, la libertad no existe, porque lo vas a aceptar en el 90% de las ocasiones”. Marcados como estamos por nuestro entorno, lo que unos pueden, frívolamente, definir como sucumbir a la tentación o coquetear con un placer legítimo, para otros será su ruina y la de su familia. Se respira hoy un discurso tan radical en contra de la intervención del Estado como limitador de la codicia empresarial que estamos obligados a estar alerta. Pueden tacharnos de represores o puritanos. Es la consabida coartada del privilegiado para seguir siéndolo a costa del débil.

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