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Opinión - 25.03.2019

Simpática

No renunciemos al enfado, pero tampoco nos dejemos usurpar la amabilidad

Nadie podría acusarme de vivir en una torre de marfil. Salir de mi burbuja no suele ser una bondadosa opción de vida curiosa y ecuménica, sino una necesidad para cubrir este coste de la vida que desgasta el cuerpo y a la vez me lleva a vivir momentos irrenunciables. La perfecta discípula de Barrio Sésamo que soy se mueve arriba y abajo, por el norte y el sur, y en las últimas semanas ha participado en el foro As mulleres que opinan son perigosas en Pontevedra, en Cartagena piensa y en Sangre fucsia, programa de radio que hacen con sus manitas mis amigas de Eskalera Karakola, Kasa Pública Transfeminista, que levantaron a pulso unas cuantas mujeres: ellas solaron, pintaron, colocaron sanitarios… Allí descubrí a la guatemalteca Rebeca Lane, que se define como raptivista: “Quisiera tener cosas dulces que escribir, / pero tengo que decidir y me decido por la rabia, / cinco mujeres hoy han sido asesinadas / y a la hora por lo menos veinte mujeres violadas / eso que solo es un día en Guatemala / multiplícalo y sabrás por qué estamos enojadas (…) / no tengo privilegio que proteja este cuerpo / en la calle creen que soy un blanco perfecto, / pero soy negra como mi bandera y valiente / en nombre mío y en el de todas mis bisabuelas”. Rebeca Lane canta con palabras de un feminismo, negro y pobre, que utiliza el rap como arma de denuncia política. En Pontevedra, Diana López, una de las organizadoras del encuentro junto con Susana Pedreira, se interesó por la diferencia entre lo racional y lo razonable, y se sorprendió de mi amabilidad. En Cartagena piensa, algunas mujeres expresaron opiniones respecto hasta qué punto hay que ser tolerantes con quienes no lo son, y subrayaron la prisa transformadora de las feministas jóvenes. En estos encuentros dejo de ser la niña burbuja, que en realidad nunca fui, y converso con mujeres que certifican la existencia del mansplainning y me informan de que el adjetivo femenino de sororidad es sorora.

Abro los ojos a mundos que me llevan a insistir en que las imprescindibles incertidumbres del pensamiento no pueden paralizar una acción política urgentísima contra feroces desigualdades minimizadas desde un discurso misógino. Enseñamos llagas y dientes manifestándonos, haciendo huelgas, cantando como Rebeca Lane. Las feministas jóvenes saben que, en ocasiones, como decía Sontag, hay que tomar la calle, y, sinérgicamente, también encuentran aparatos ópticos para analizar la realidad leyendo, buscando referentes ocultos y construyendo nuevos relatos. Eso es magnífico. Corrigen tópicos esencialistas en los que nosotras mismas caemos: en la encomiable Universidad Popular de Palencia una señora dijo que yo no podía ser feminista porque era simpática. La señora no tenía razón, pero tampoco la amabilidad es un rasgo de sumisión femenina, sino un modo de contrarrestar una visceralidad fascista con la que me niego a identificarme: represión, mordazas, censura, porrazos, guerras para mantener la industria de armamento. Me revuelvo desde mi amabilidad enojada —no desde mi enojo amable— con la convicción de que, sin colocar las gónadas —cojones, ovarios— encima de la mesa, se pueden emprender acciones y escrituras revolucionarias. No renunciemos al enfado, pero tampoco nos dejemos usurpar la amabilidad. En un momento de la historia en que somos selectivamente pacifistas —se nos olvida el pacifismo cuando necesitamos coltán—, unas sangres manchan más que otras, y razón e inteligencia se descascarillan y mueren —revive el fantasma de Millán-Astray—, hoy, palabra, educación y cultura son formas, insecticidas y eficaces, de la acción.

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