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Opinión - 19.03.2019

Siesta en Montevideo

México fue miembro fundador del denominado Grupo de Lima, mayoritariamente alineado con Guaidó, pero con López Obrador se estancó en la neutralidad

Cabía esperar un activismo más visible y movilizador de México en la crisis venezolana, pero la irrelevancia de su mediación no solo se entiende atribuyéndola a la no intervención de la Doctrina Estrada, sino también a la ambigua personalidad de Andrés Manuel López Obrador y al amplio espectro de sus servidumbres ideológicas y electorales. Desde 1930, la política exterior mexicana rechaza definir como legítimo o ilegítimo cualquier Gobierno extranjero, especialmente si resulta de un proceso revolucionario.

El truco permitió convalidar dictaduras a cambio de evitar la intromisión de terceros en la mexicana, revolucionaria con Villa y Zapata y patentada como democracia por los legatarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El presidente latinoamericano con más posibilidad de influir en Estados Unidos, por las vinculaciones derivadas de una frontera común de 3.169 kilómetros, observa la lidia venezolana desde la barrera.

Más allá de sus seráficas llamadas a la conciliación en las reuniones de Montevideo con la UE y Uruguay, no se le conoce una iniciativa susceptible de alejar las soluciones bélicas de EE UU, y de convencer al chavismo de que acepte una convocatoria a urnas con un candidato bolivariano de consenso, apeando al calcinado Maduro. México fue miembro fundador del denominado Grupo de Lima, mayoritariamente alineado con Guaidó, pero con López Obrador se estancó en la neutralidad.

Próxima la Semana Santa, encaja la analogía con Poncio Pilato, que se desentendió de la decisión popular de crucificar a Cristo. Observando un ambiente de linchamiento, el prefecto de Judea se lavó las manos: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”. Asumiendo que la batalla entre los cetreros gringos y los talibanes chavistas es casi imparable, López Obrador desaprovecha un espacio para la mediación superior al de la Unión Europea, España y Uruguay. Lo tiene por el peso específico de México y por las excelentes relaciones de su nuevo presidente con Cuba, una de las claves de la crisis.

En lugar de emplear ese potencial con mayor perceptibilidad pública, el mandatario parece haber optado por la quietud, por dejar pasar el tiempo y los padecimientos venezolanos, endilgando la discusión al denominado Mecanismo de Montevideo, donde sus integrantes permanecen en actitud contemplativa, durmiendo el sueño de los justos. La siesta del uruguayo, Tabaré Vázquez, al frente de un Gobierno frentista, es también profunda.

Los diplomáticos mexicanos y uruguayos deberán proponer a su libre albedrío porque si esperan de sus jefes una hoja de ruta, un rumbo, lo harán en vano. Siempre en campaña, preguntando al pueblo retóricamente, AMLO se manifiesta cómodo en la equidistancia, cobijándose en la caduca doctrina de Genaro Estrada, canciller durante la presidencia de Pascual Ortiz.

México invoca principios fundacionales impropios de un país valedor de la democracia, de un gobernante conocedor de las trampas priistas, a las que atribuyó su retraso en alcanzar el poder: una variante de las utilizadas por los herederos de Hugo Chávez para retenerlo eternamente.

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