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Opinión - 17.10.2019

Salvar el Mar Menor

Para salvar la laguna hay que intervenir sobre un modelo de desarrollo económico que tiene elevados costes ambientales

No puede decirse que lo ocurrido en el Mar Menor de Murcia, la mayor laguna de agua salada de Europa, haya sido una sorpresa. La pérdida de condiciones de vida por falta de oxígeno era una posibilidad que se venía anunciando desde hacía tiempo. Las tres toneladas de peces y crustáceos muertos han sido solo el síntoma de la situación de colapso ambiental a la que ha llegado la laguna, sin que se haya hecho nada por evitarlo. La gota fría que hace unas semanas vertió en ella más de 60 hectómetros cúbicos de agua y sedimentos contaminados solo ha sido el detonante. Lo ocurrido permite hacernos una idea de los catastróficos efectos que pueden tener las cada vez más frecuentes manifestaciones climáticas extremas causadas por el calentamiento global cuando impactan en ecosistemas tan dañados y frágiles como el del Mar Menor.

Desde 1998, los planes hidrológicos de la cuenca del Segura vienen advirtiendo de que el uso intensivo de aguas subterráneas desalinizadas para la agricultura intensiva y el posterior vertido de nitratos y fosfatos procedentes de los fertilizantes podían alterar las condiciones de vida de la laguna. Así ha sido. A ello hay que añadir el aumento de los vertidos fecales derivados del desarrollo urbanístico. El aumento de sustancias nutritivas ha provocado un crecimiento desmesurado del fitoplancton que ha dejado sin oxígeno amplias zonas. La proliferación de algas tóxicas ha provocado además diversos episodios de contaminación que ha afectado a decenas de bañistas.

El descontrol ha sido tal que en 2017 el fiscal de Medio Ambiente de Murcia presentó una querella contra 34 políticos, funcionarios, empresarios y agricultores por los daños causados durante más de 15 años ante la pasividad total de las Administraciones. La Fiscalía estima que en el Campo de Cartagena hay en estos momentos unas 20.000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío más de las oficialmente censadas, un millar de pozos ilegales y decenas de desalobradoras no declaradas. Como consecuencia de esta actividad, cada año se vierten a la laguna unas 3.300 toneladas de nitratos.

Mientras se dilucidan las responsabilidades penales, lo más urgente es ahora aplicar el plan de gestión integral del Mar Menor, pendiente desde 2012, que acaba de aprobar la asamblea regional y las medidas del Plan de Vertidos O, cuya memoria ambiental acaba de aprobar el Ministerio de Transición Ecológica. Para salvar la laguna hay que intervenir sobre un modelo de desarrollo económico que tiene elevados costes ambientales. Las medidas llegan, obviamente, demasiado tarde, pero son imprescindibles para tratar de revertir un deterioro al que todos han contribuido. Sería inaceptable que la pugna que mantienen la Administración central y autonómica a propósito de quien debe asumir los costes retrasara su ejecución.

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