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Opinión - 22.06.2019

Rusia y la manipulación del pasado

Con Putin, el país vuelve a utilizar los métodos soviéticos, derivados de las décadas del estalinismo. La represión, la manipulación de los hechos y la falsificación de la historia se han instalado en muchas esferas

Unos camiones llevaron a los prisioneros al bosque donde éstos previamente habían cavado unas profundas fosas. A continuación echaron a los presos sobre el suelo boca abajo. Entonces los fusilaron”. Esto sucedió en el año 1937 y la masacre se llevó a cabo en el marco de la Gran Purga que había puesto en marcha Stalin y en la que fueron ejecutados 700.000 presos políticos. Mijaíl Matvéyev, miembro de los servicios secretos soviéticos y autor de las citadas declaraciones, había desarrollado un sistema de ejecuciones masivas: en una celda desnudaron a los prisioneros, en otra los ataron y luego los golpearon con un tronco para que perdieran la conciencia. Al final los llevaron al lugar de la ejecución.

No fue hasta 1997 que el historiador Yuri Dmítriev y su equipo del Memorial, una respetada institución no gubernamental para los derechos humanos, encontraron las fosas comunes que había hecho cavar Matvéyev. Las fosas, halladas en la localidad de Sandarmoj, en Karelia, contenían los restos de 9.000 cadáveres. En la década de los noventa, cuando el democratizador Borís Yeltsin estaba en el poder, el hallazgo fue considerado significativo. Pero no es así en la era de Putin, quien declaró hace dos años: “Una demonización excesiva de Stalin es una de las maneras de atacar a Rusia”.

Poco después de que en 2016 Yuri Dmítriev hizo público otro valioso hallazgo, una lista con más de 40.000 nombres de agentes de los servicios secretos de la época de Stalin, el historiador fue acusado de dedicarse a la pornografía infantil. El material que sirvió de prueba eran unas fotos de su hija adoptiva Natalia, entonces de ocho años, cuyos retratos desnudos descubrieron los agentes de la policía secreta en el ordenador de Dmítriev. “Esas acusaciones son infundadas y todos lo sabemos”, explicó entonces Serguéi Krivenko, presidente del Consejo para los Derechos Humanos del Memorial, al Moscow Times. “Los servicios secretos inventaron esta historia para denigrar a Dmítriev, cuyo trabajo honra a las víctimas del terror de Stalin”. Yuri Dmítriev aclaró que Natalia era una niña enfermiza y él la fotografiaba para seguir su desarrollo.

Desde entonces, Yuri Dmítriev pasa largas temporadas en la cárcel; a la acusación original, que le costó un año tras las rejas, se unieron otras. Mientras acudía en coche al funeral de un amigo, hace unos meses, le detuvo la policía y le acusó de intentar huir a Finlandia. Dmítriev fue a parar otra vez a la cárcel. Además, varias veces le practicaron exámenes psiquiátricos a la fuerza.

Mientras tanto, el proceso judicial convirtió a Dmítriev en un personaje conocido en todo Rusia y personalidades del mundo de la cultura (entre ellos Andréi Zviáguintsev, director de la película Leviatán) firmaron peticiones para que las autoridades dejaran de perseguir al historiador. El poeta y dramaturgo Aleksandr Gelman afirmó: “Este juicio nos ayudó a conocer a un hombre remarcable. Solo los bárbaros conocen a las personas válidas de esta manera, pero Rusia funciona así. En este sentido, el juicio ha valido la pena”.

Lo que se desprende de todo esto es que la Rusia de Putin vuelve a utilizar los métodos soviéticos, derivados de las décadas del estalinismo. En este clima, Stalin mismo surgió del pasado como un héroe. En las encuestas en que se pregunta a los rusos cuáles son para ellos los grandes personajes, Stalin suele ocupar el primer lugar. Muchos rusos en la era de Putin se han olvidado del Gulag, tema que no está bien visto en la época actual. Putin desea que los ciudadanos tengan una opinión favorable de su pasado.

En una conversación con Masha Gessen le pregunté a la periodista de origen ruso, que en la actualidad trabaja para la revista The New Yorker, qué impresión le había quedado de su reciente viaje a Rusia, donde investigó la memoria histórica: la de los gulags y los antiguos presos que los sobrevivieron. “Hace veinte años”, me dijo Gessen, “en muchos sitios en Siberia donde antes había los gulags, se erigieron monumentos en honor de los que habían perdido la vida en la época de Stalin, y existían proyectos para fundar museos dedicados al Gulag. Todo eso ha desaparecido”. La periodista visitó los lugares que había recorrido 20 años atrás y donde había encontrado gente con muchas ganas de recordar, de mantener viva la memoria histórica, erigir más museos y monumentos al Gulag. En aquel entonces su guía fue Inna Gribánova, una geóloga entregada a la memoria histórica en la zona de los campos siberianos de Kolymá. Pero durante estas últimas dos décadas Inna se ha convertido en una persona distinta, me contó Gessen: no solo no trabajó para fundar los museos que el Gulag merece sino que ahora afirma que los testimonios del Gulag exageraban el horror vivido. “Y para colmo”, añadió Gessen, “Gribánova se ha convertido en una votante de Putin”. Al ver mi incredulidad, Masha Gessen explicó: “Se ha cansado de estar siempre al margen de la sociedad”.

Gessen tiene razón. En mis viajes a Rusia pude comprobar que los museos dedicados a la represión estalinista y al Gulag no tienen gran coherencia. La falta de dinero no es el único factor que explica ese descuido; se nota una clara falta de entusiasmo en los que llevan a cabo este trabajo, como si supieran que su esfuerzo de nada sirve. “Rusia no quiere recordar; lo que busca es disfrazar su pasado con grandilocuencia”, confirmó Masha Gessen mi percepción.

La Rusia de hoy: represión, manipulación de los hechos, falsificación de la historia. Esto ocurre en muchas esferas, incluso en la de la literatura. Un ejemplo de ello es Zajar Prilepin, escritor de 43 años, exsoldado en Chechenia, militante del partido nacional bolchevique de Rusia y uno de los nombres más conocidos de la literatura rusa actual. Su penúltima novela, La morada, habla de los años veinte en el primer gulag ruso, y el más cruel, el de las islas Solovetski. El protagonista de la novela es un parricida dostoievskiano que mató a su padre para proteger a su madre; los presos políticos que rodean a ese prisionero común están dibujados como personajes sutilmente maquiavélicos, gente sin ética alguna que se dedica a sabiendas a extender calumnias y a sembrar cizaña. En el contexto de una Rusia cuya memoria histórica se ve carcomida por los intentos de poner en duda los crímenes estalinistas, la novela ayuda a esa tendencia poniendo en entredicho la postura ética de los presos políticos y relativizando su sufrimiento.

En las islas Solovetski, y en muchos otros antiguos gulags, en vez de construir un museo de los campos de trabajos forzados, las autoridades optaron por renovar los antiguos monasterios y dedicarlos a exposiciones sobre la vida y el arte de los monjes que los habitaban antes de que se convirtieran en gulags: todo esto ayuda a acentuar el glorioso pasado ruso y a olvidar los crímenes soviéticos.

Según la expresión de una de las activistas rusas más conocidas, Irina Fliege de San Petersburgo, en Rusia “el pasado sigue existiendo en el presente y aún no se ha convertido en pasado”. Si el pasado invade el presente, la sociedad no puede considerarlo pasado y examinarlo con todos sus matices, incluso los más dolorosos. La manipulación del pasado en función de los intereses políticos del presente es uno de los rasgos que mejor definen a los regímenes autoritarios.

Monika Zgustova es escritora.

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