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Opinión - 19.12.2018

Reino Unido hacia el limbo

Una solución para el embrollo del Brexit es que el Gobierno británico solicite que continúe el periodo de negociación y que el Consejo Europeo acepte por unanimidad. Es la opción con menos costes

El desenlace del proceso del Brexit resulta a estas alturas impredecible como lo ha sido durante buena parte de la negociación. Existen varios escenarios posibles y cada uno de ellos depende de trayectorias políticas incontrolables. Lo que sí resulta claro es que cualquier resultado está lejos de ser óptimo aunque los efectos negativos varían en intensidad entre ellos. El primer escenario es el de salida ordenada siguiendo el Acuerdo de Retirada. Ello depende de que May consiga que el Parlamento británico lo ratifique. Pasado el escollo de la moción de censura de su propio grupo político, lo que ha quedado claro para la primera ministra británica es que, dada la división interna del partido conservador, conseguir una mayoría a favor del acuerdo depende de los laboristas y otros partidos.

El partido laborista favorece la permanencia o un modelo de relación similar al noruego, aunque en su seno existe también un alma minoritaria pero poderosa (representada por el propio Corbyn) que considera a la UE la encarnación del capitalismo extremo. Por otra parte, un fracaso de May afectaría de lleno a las expectativas electorales del partido conservador, así que los incentivos de los laboristas pueden provocar el efecto paradójico de lograr un resultado que solo agradaría a una minoría del partido pero mejoraría sus perspectivas de gobierno. Si el Gobierno de May no consigue ratificar el acuerdo se abren inmediatamente otros escenarios que están condicionados por acontecimientos políticos imprevisibles.

El segundo escenario es la denominada “salida dura” (hard Brexit) de la UE: ante la incapacidad de obtener un voto mayoritario en el Parlamento, el Gobierno podría optar, simplemente, por dejar transcurrir el plazo hasta el 29 de marzo de 2019, fecha que marca la terminación automática de la pertenencia británica a la UE. Un sector importante de la opinión pública británica y del propio partido conservador favorece esta opción que, además, presenta un coste relativamente bajo para el Gobierno: la salida “dura” no podría ser imputada a May sino a los euroescépticos. Además, May puede verse tentada a convocar elecciones anticipadas si pierde la votación en el Parlamento, con el fin de que un nuevo Gobierno y mayoría tome la decisión definitiva sobre el Brexit. May ha anunciado que no se presentará, así que lo importante es determinar qué factores integrarán el cálculo político sobre el que basaría su decisión. Lo que se trasluce del acuerdo y la actitud de May es que ha comprendido que los costes de un Brexit duro, aunque desconocidos, se barruntan descomunales. ¿Querrá asumir personalmente pasar a la historia como la líder que, intuyendo los enormes costes del Brexit, tomó la decisión en ausencia de mayorías claras a favor tanto en el país como en el Parlamento? Mi percepción, puramente especulativa, es que no, porque no hay beneficios claros (más allá de satisfacer al ala radical de su partido que la ha combatido intensamente) derivados de la misma.

En este supuesto, se abre un tercer escenario: la permanencia efectiva en la UE. La reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha dejado claro que Reino Unido puede revocar unilateralmente la notificación de retirada antes del día 29 de marzo aunque no podrá hacerlo si el acuerdo de retirada se ratifica antes de esa fecha (y es precisamente esta advertencia la que puede estimular una intensa movilización de los euroescépticos más radicales para impedir la ratificación y así favorecer el escenario de salida dura). El Gobierno probablemente no encontraría tampoco apoyo mayoritario en el Parlamento para esta decisión. Pero sí en la creciente movilización ciudadana en favor de un segundo referéndum sobre el Brexit.

Muchos atribuyen propiedades taumatúrgicas al referéndum. No es así. Un referéndum depende esencialmente de los consensos previos y posteriores sobre su valor y la puesta en práctica de los resultados. Y en el caso de un segundo referéndum, está claro que no existe un amplio consenso sobre su celebración. Pero es que, además, la consulta tendría que ofrecer respuestas múltiples con el resultado conocido de que la opción final sería muy minoritaria. Así que este escenario parece difícil de concretar.

¿Queda alguna opción? Sí. El Gobierno británico puede solicitar una continuación del periodo de negociación y el Consejo Europeo puede concederlo por unanimidad. La UE ya ha hecho saber claramente que no hay nada más que negociar, pero de lo que se trata es de pretender que se negocia. Tan cínico como pueda sonar, es la opción con menos costes (no cierra la puerta al hard Brexit, permite mantener el acuerdo y puede permitir también la continuidad de la pertenencia británica a la UE), y los traslada a los euroescépticos radicales británicos (que, en cualquier caso, mantendrán abiertas opciones futuras más radicales). Reino Unido se colocaría en una posición de pertenencia en el limbo (limbo membership): siendo un miembro de pleno derecho del club, muy probablemente adoptaría la actitud distanciada que ha seguido desde julio de 2016. Naturalmente, hay escollos políticos y jurídicos (por ejemplo, ¿qué ocurre con la elección del Parlamento Europeo de 2019?) y la continuidad de la pertenencia en la UE estaría en manos de los otros 27, pero con costes comparativamente menores que los planteados en los otros escenarios (ya que mantiene abiertos todos ellos).

Llegados a este punto, la cuestión importante es ¿qué le conviene a la UE? En el corto plazo, la evidencia de los costes en comercio, movilidad de ciudadanos, cuestiones territoriales, etcétera, indican que los escenarios de permanencia son los más ventajosos para los Estados y los ciudadanos. Pero estos cálculos descuentan los enormes costes de asumir un gran Estado miembro cuya clase política ha sucumbido a un debate agónico que ella misma ha alentado durante varias décadas (recordemos que Reino Unido ya celebró un referéndum sobre su pertenencia en 1975) y que no ha sido capaz de resolver. Más aún, parece que esta agonía se instalará a medio y largo plazo en la vida política británica y tampoco es descartable que los euroescépticos controlen en un futuro no muy lejano el Gobierno británico. En este caso, las consecuencias para la UE pueden ser impredecibles pero no son de descartar bloqueos institucionales, contagios de retóricas nacionalistas, etcétera.

Neutralizadas las externalidades que el Brexit crea para la UE, el tratamiento de la UE es obvio: Reino Unido es una democracia madura que no necesita ser tratada como una democracia adolescente o Peter Pan, inconsciente e irresponsable de las consecuencias de sus actos. Al contrario, la clase política y la ciudadanía británica deben disfrutar el privilegio de explorar plenamente las consecuencias de sus decisiones democráticas. Y los demás podremos aprender mucho del ejercicio, como hemos hecho históricamente. Y si una nueva generación de británicos decide reintegrarse al club, recuperarán, obviamente, el lugar que legítimamente les pertenece.

Carlos Closa es profesor de Investigación del IPP-CSIC.

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