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Opinión - 20.06.2019

Refugiados: política, no misericordia

El Gobierno español debe asumir la iniciativa de promover un consenso europeo para la aprobación de un protocolo de desembarco y reubicación seguro de estas personas

La Asamblea General de la ONU, en su resolución 55/76 de 4 de diciembre de 2000, estableció el 20 de junio como Día Mundial de los Refugiados. En este aniversario de 2019 hay poco que celebrar y mucho trabajo pendiente: en 2018 había más de 70,8 millones de desplazados forzados en todo el mundo, de los que el 52% son niños, según datos publicados por ACNUR esta misma semana. Lo que es peor: hoy, la definición de refugiado, a mi juicio, se ajusta sobre todo a la propuesta por el anterior alto comisionado de la ONU para los derechos humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, en su intervención ante la Asamblea General el 30 de marzo de 2016: «Son personas con la muerte a su espalda y un muro en su rostro». Muerte y muros son el bagaje al que hacen frente la mayoría de ellos. La paradoja es ésta: cada vez hay más factores que provocan que un número creciente de seres humanos se vea obligado a desplazarse de su hogar, incluso de su país, para encontrar un lugar seguro. Al mismo tiempo, cada vez se reducen más las posibilidades del ejercicio de este derecho a encontrar un lugar seguro, porque se incrementan los obstáculos para poder plantearlo.

Por eso, nuestra tarea es doble. Primero, en el plano preventivo, reducir las causas que ponen a tantos seres humanos en peligro de muerte: trabajar por impedir los conflictos bélicos de los que huyen y también invertir en procesos de mejora de la democracia, los derechos humanos y el desarrollo sostenible en esos países de los que se ven obligados a huir. Y tenemos un deber perentorio en el segundo plano, el de la respuesta: evitar que quienes huyen porque están en riesgo sus vidas, sumen más riesgos e incertidumbres en su busca de refugio, que no encuentren más muros. Establecer vías seguras y asequibles, para que puedan plantear la protección que necesitan. En unos casos, el asilo. En otros, la protección internacional subsidiaria o incluso los visados humanitarios.

Nadie ignora que en Europa se están vaciando elementos básicos del contenido del asilo. Basten dos botones de muestra. Buena parte de los Gobiernos de la UE permiten la violación del principio básico del sistema de asilo, el de «no devolución» al horror del que huyen (el principio de «non refoulement»), al entregar a las personas desesperadas que huyen del infierno libio a los guardacostas libios que los retornarán a escenarios con los que no soñó el Dante. Y eso, pese a que la ONU y las ONG que trabajan en esa zona han evidenciado que Libia es cualquier cosa menos un país seguro y sus puertos tampoco pueden tener esa consideración. Y añadan una mirada a la situación que viven los demandantes de refugio en las islas griegas, en campos convertidos en centros de concentración, sin noticias de resolución de su demanda, privados de libertad y en condiciones infrahumanas que inducen al suicidio, incluso de menores. Lo peor es la consecuencia que nos negamos a reconocer: hablamos de «refugiados», al mismo tiempo que multiplicamos los esfuerzos para que no lleguen a serlo. Deberíamos hablar más bien de asylum seekers, de personas que buscan protección, y ponen en riesgo su vida para conseguir plantear esa solicitud. Y que en su inmensa mayoría jamás alcanzarán ese estatus.

La razón de todas esas contradicciones no es fruto de la ausencia de misericordia en el corazón de los europeos. Tampoco es que no se conozcan nuestros indiscutibles deberes jurídicos respecto a quienes buscan protección. Esa miseria moral, a mi juicio, es el resultado de una voluntad política contraria a la asunción de tales deberes jurídicos y que utiliza como coartada el desplazamiento de la cuestión a la pretendida respuesta humanitaria. Una coartada eficaz, hasta rizar el rizo: primero se nos dice que esta es una cuestión «humanitaria», desplazando así la responsabilidad desde los Gobiernos a los agentes sociales. Y luego, se estigmatiza esa respuesta humanitaria, llegando al cinismo de los «crímenes de solidaridad», retórica en la que brilla Salvini, que presenta a ONG abnegadas como cómplices, cuando no responsables de la trata y explotación de seres humanos.

Y eso nos sitúa ante la crisis de Europa como proyecto político. Ivan Krastev, en su Europa después de Europa, ha escrito: «La crisis de los refugiados ha transformado radicalmente el statu quo en Europa, así como los argumentarios de los políticos, la mentalidad de los ciudadanos, las identidades de las naciones y los resultados electorales. La crisis de los refugiados ha acabado siendo el 11-S de Europa». No creo que este juicio sea exagerado. Pero estoy convencido de que estamos a tiempo de reaccionar para hacer coherente la política migratoria y de asilo con los valores que proclama la propia UE. Para recuperar esa alma europea.

¿Qué hacer? A mi juicio, como han señalado la Comisión Libe del Parlamento Europeo, la red italiana Europasilo y ONG como CEAR, que celebra ahora sus 40 años de trabajo en defensa de los refugiados, la reforma de la Regulación de Dublín es la clave para cambiar el déficit fundamental que aqueja al soi- disant Sistema Europeo Común de Asilo (SECA), que está todavía lejos de ser un sistema común. Ante todo, hay que lograr un consenso básico: la protección de refugiados es una responsabilidad compartida y obligatoria. Solo después de eso podríamos hablar de armonización y estandarización del sistema. Esa armonización, creo, debería establecerse sobre la base de dos criterios: primero, la abolición del principio anacrónico que vincula la responsabilidad de tratar la solicitud de asilo con el país al que al solicitante llega en primer lugar: frente a ello, se trataría de introducir un mecanismo de cuotas permanentes de reparto. En segundo lugar, establecer que el criterio principal para determinar el Estado responsable del tratamiento de solicitud de asilo sea el examen de los vínculos que el solicitante tenga con un Estado miembro.

Dicho esto, podríamos avanzar en propuestas concretas, como las que lanzó CEAR ante las elecciones del 28-A y el 26-M. Reproduzco dos, que me parecen prioritarias y que espero y confío en que aborde el próximo Gobierno que presidirá Pedro Sánchez: (1) para empezar, se debe dotar de medios materiales y recursos humanos suficientes a la Oficina de Asilo y Refugio y a la Policía Nacional, y velar por su formación específica. Es absolutamente urgente concluir la instrucción de los más de 80.000 expedientes que sufren reiterados retrasos de manera injustificada. Junto a ello, (2) en el ámbito europeo, en coherencia con el elemento básico de protección internacional, que es el principio de no devolución recogido en la Convención de Ginebra, nuestro Gobierno debe asumir la iniciativa de promover un consenso europeo para la aprobación de un protocolo de desembarco y reubicación seguro y predecible, que evite que ninguno de los rescatados pueda ser devuelto a un país en el que su vida pueda correr peligro.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y director del Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València.

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