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Opinión - 13.02.2019

Psicosis feliz

En ‘Gente que se fue’, como en la vida, son los que se van los que descubren aun más cosas que los que vienen o se quedan, ya sea por malentendidos, casualidades o misterios

Se cuenta en uno de los relatos que David Gistau publica en Gente que se fue (Círculo de Tiza, 2019), el principal de los relatos y que da nombre al libro, la excepcionalidad de un niño cuyo padre ha muerto, y lo que significaba eso en una clase que arrastraba aún las secuelas de haber descubierto que los Reyes Magos no existían. “Por debajo de la compasión, de las expresiones de pésame para las cuales los niños no estaban entrenados, Daniel era objeto de rencor por haber impuesto esa revelación más violenta que la del fraude de la Navidad. Si de distinguirse se trataba, podría haberse conformado con una alergia alimenticia o una aparatosa prótesis dental”. Y relata cómo, a causa de esa mala nueva, todos los padres de los compañeros del huérfano tuvieron que prometerles a sus hijos que ellos no se morirían.

Hay pocos momentos más extraordinarios que el de un niño descubriendo no sólo que aquí no se está para siempre, sino que él mismo no siempre será un niño, y que la bisabuela, ahí donde la ve, fue aún más niña que él. Lo normal es que acabe asumiéndolo a veces con brutalidad; en noches tortuosas llenas de llantos, cuando tenía cuatro años, mi hijo nos hizo prometer a todos que viviríamos cien años y, acto seguido, preguntó quién de la familia era más viejo para ir, como un heraldo negro, a avisar a los que se morirían primero. Pero nadie le avisa, ni a ellos ni a nosotros, de la reacción de los demás; para quien no sabe nada de ella ni la ha sufrido cerca, la muerte es lo más parecido a un acto sobrenatural con sus correspondientes sanciones psicológicas. La primera de todas, la incomodidad y el rechazo.

Lo paradójico del cuento escrito por Gistau, que es la memoria de una ciudad más que de un personaje, es que ni en los momentos más terribles se aparca el humor, algo que remite directamente a él. Terminado el libro —le ocurrió antes con la extraordinaria Golpes Bajos—, no sabe cuándo saldrá (ya está en la calle), cuándo se presentará ni, a poco que se descuide, qué editorial la publicará. Sospecho en ese desprendimiento un atisbo de felicidad para él y confirmo la frustración de sus amigos que creemos que, en los últimos años, ha empezado a dejar en la ficción la misma excelencia de observación que deja en sus artículos, con el agravante de abordar aspectos mucho más serios, divertidos y trascendentales que la última polémica de no sé quién.

Y del mismo modo que el humor recorre el libro, aun en su forma más disparatada, también lo hace la percepción de quien se ve obligado a descubrir algo en contra de su voluntad, hasta el mismísimo Arturo Osuna, protagonista dipsómano de otro de los cuentos, cuando tiene, después de una de sus fiestas, entre sus brazos a un bebé.

En Gente que se fue, como en la vida, son los que se van los que descubren aun más cosas que los que vienen o se quedan, ya sea por malentendidos, casualidades o misterios que se creían irresolubles y de repente se esclarecen de golpe, como la conductora de un coche estrellado en un barranco que avisa, cuando es llevada al hospital, de que viajaba con su madre; la Guardia Civil rastrea el monte sin encontrar nada, pero en un pueblo cercano crece el miedo por creer que la madre de la conductora fue secuestrada y muerta por un asesino en serie. La psicosis crece y explota de tal forma que termina en varias tragedias antes de que la conductora, recuperada del coma, dijese que su madre, las cenizas, viajaban en una urna en el maletero. Hay en este relato destripado —son muchos, no se apuren, y algunos mejores— el mensaje necesario para descifrar mucho de lo que pasa hoy en España y le ha pasado siempre a los españoles.

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