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Opinión - 21.02.2020

Primera línea

La sentencia de Estrasburgo no obliga a endurecer la política de inmigración

La sentencia conocida la pasada semana sobre dos casos de devoluciones en caliente en la que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo resuelve el recurso contra otra anterior, presentado por el Gobierno de Mariano Rajoy, ha colocado en el punto de mira la política de inmigración que se dispone a adoptar el Ejecutivo de Pedro Sánchez. En su momento, el Partido Socialista calificó de inconstitucional esta práctica recogida en la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana y aprobada bajo el impulso del Partido Popular. Con la nueva decisión, el Tribunal de Estrasburgo vuelve sobre sus pasos al avalar ahora las expulsiones que había condenado en primera instancia.

El Gobierno estaba a la espera de conocer la decisión judicial de Estrasburgo para establecer las directrices en política de inmigración, impulsando, entre otras medidas, la reforma del asilo en España. El cambio de criterio del Tribunal sobre los casos recurridos afecta, sin duda, a las posiciones del acuerdo entre el Partido Socialista y Unidas Podemos. Pero no en el sentido de que las invalide, sino en el de que coloca a los miembros de la coalición ante sus responsabilidades a la hora de optar entre la línea mantenida en la oposición o la de mayor dureza defendida por el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska. Su interpretación de la sentencia en el sentido de que la violencia limita el ejercicio de los derechos fundamentales resulta temeraria, puesto que eleva a la categoría de principio una cuestión que, más allá de la trascendental controversia jurídica que puede suscitar, requiere no obviar los matices y las circunstancias.

El Gobierno se ha dividido a raíz del intento de convertir la sentencia de Estrasburgo en un argumento a favor de introducir un giro restrictivo en el trato hacia los extranjeros, impulsado desde el Ministerio del Interior y contestado por los miembros de Unidas Podemos. La sentencia, sin embargo, no dirime qué hacer a partir de este momento, concediendo un amplio margen para que el Gobierno decida si se coloca del lado de la eficacia a cualquier precio o del compromiso inequívoco con los derechos fundamentales como límite para las medidas relacionadas con la inmigración. Por lo que respecta a la reforma del asilo, las dificultades prácticas para identificar en la misma frontera a las personas que cumplen los requisitos para solicitarlo no pueden resolverse por la vía de limitar el ejercicio de este derecho. Y en cuanto a las deportaciones, no es posible desentenderse de la suerte que aguarda a los inmigrantes enviados a un tercer país, fingiendo ignorar los riesgos que en ocasiones se ciernen sus vidas o su integridad.

Admitir que el principal dilema al que se enfrentan las políticas de inmigración obliga a elegir entre el realismo y los derechos fundamentales constituye uno de los mayores triunfos de las fuerzas populistas y xenófobas. Entre otras razones, porque lo que proponen entender por realismo es, en realidad, claudicación. Las soflamas de estas fuerzas contra los extranjeros no buscan solo convertirlos en chivos expiatorios, sino también utilizarlos como reclamo para cuestionar los derechos fundamentales de todos. Ceder en esta primera línea no conjura la amenaza de que, haciendo partícipes de un mismo odio a los extranjeros y la democracia, el populismo y la xenofobia acaben validando la incongruencia de invocar la defensa de los derechos fundamentales para negarlos.

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