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Opinión - 14.10.2019

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En ‘Érase una vez en… Hollywood’ violencia y venganza sirven para perpetuar simpáticamente el ‘statu quo’; en ‘Joker’, para crear el caos

Mientras Quentin Tarantino rodaba entretenimientos deslumbrantes en los que corrige la historia pop —antes había corregido la historia a lo bestia en Malditos bastardos— recreándose en la ambientación, la cara b de la cultura, un dúo de actores magnéticos y el poder vengador de la violencia sobre los asesinos y asesinas de Sharon Tate, Todd Phillips estaba haciendo Joker. Las dos películas comparten una apelación a los géneros populares: spaghetti western, series de televisión, cómic, monólogos humorísticos… Los dos filmes reflexionan sobre el sentido de la violencia en narraciones, basadas en cierto estado de lo real, y en realidades que construimos a través de esas narraciones. Disfruté mucho con Érase una vez en… Hollywood, pero en el diálogo que establece con Joker la segunda resulta imbatible. Donde Tarantino utiliza levedad —“es broma”— y reconfortantes hipótesis fantásticas que dulcifican la historia estableciendo una complicidad catártica con un público que aplaude el brutal desenlace, Phillips recurre a un tono operístico desde el que no puede esconder la mano tras tirar la piedra. Su público somos personas que, como advierte Joker, “no vamos a coger el chiste”. De qué mierda nos reímos. Qué nos hace reír. Cuando representamos la violencia sin cinismo o ironía llega el escándalo: parece que de la violencia siempre hay que hablar en broma. En el filme de Tarantino, violencia y venganza sirven para perpetuar simpáticamente el statu quo; en Joker, para crear el caos. Tarantino me ha hecho pasar ratos inmejorables. Quizá sus pretensiones no van más allá de ese loable propósito; sin embargo, al final siento que me ha dejado suspendida en mitad de la pirueta y que, por detrás de la carcasa intrascendente, hay un discurso que aparenta no serlo y con el que no me identifico. Marca de la posmodernidad. Ser sin parecer que se es. En política, esta estrategia de prestidigitación ideológica es constante.

Mi excelente valoración de Joker se basa en su ritmo, fotografía, atmósfera, movimiento de la cámara: el lenguaje cinematográfico. El escuálido cuerpo del magnífico Joaquin Phoenix se expresa coreográficamente con las arrugas del rostro, el grumo de su llanto-carcajada, la gestualidad de un impecable bailarín. Todd Phillips, director y guionista, y Scott Silver, guionista, construyen la trama de formación de un villano que nos inspira una charlotesca piedad en un escenario, estilizado y a la vez reconocible, que dota de sentido a la violencia: indignados y enloquecidos personajes, convertidos en iconos, encabezan, sin conciencia de grupo, revueltas contra la precariedad y el desencanto político; revueltas arraigadas en el odio por los privilegios ajenos, el clasismo, el insultante eslogan de que quien no se enriquece es anormal —fracasados, fracasadas—, los trabajos lastimosos, el recorte de las ayudas asistenciales, la agresividad, el miedo oculto bajo el espurio velo de pureza de una positividad permanente y un sentido del humor “blanco” que, en el supuesto afán por distraer, dibujan sobre esa realidad, chorreante de grasa y sangre, una máscara más aterradora que la de Arthur Fleck, renacido en su capacidad de matar en horario de máxima audiencia, bajo el sobrenombre de Joker. Luego llegará el fascista de Batman para instaurar el orden en la ciudad de Gotham.

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