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Opinión - 23.09.2019

Palabrera

Reivindico la lexicografía, el Scrabble y la acción pública de empollar

Deconstrucción no es una palabra pomposa, sino necesaria. Abogo por aumentar el número de entradas de nuestros lexicones y no avergonzarnos de usar términos como lexicones, saponificación o tergiversar, un verbo que se trasgiversa mucho. Con palabras se nombra la realidad y se comprende. Nos hace falta designar emociones, partes del cuerpo y árboles. Aprender palabras ensancha el campo visual, y ensanchar el campo visual enriquece el acervo léxico. Construimos realidad y pensamiento. Limpiamos la casa y a la vez emborronamos sus límites: esos son los peligros de nombres, verbos, metáforas y silogismos. Alpendre, escorrentía, epanadiplosis, flebitis, música… Reivindico la lexicografía, el Scrabble y la acción pública de empollar. Lo cierto es que la gente redicha es ignífuga y resistente: no se puede andar por la vida con una mochila —como dicen ahora— de 1.200 palabras. Por eso, quiero hablar del profesor Andreu Navarra, que ha publicado Devaluación continua, libro en el que aprendemos qué es el ciberproletariado. Me encanta. En el ámbito de las ciencias humanas, dar con la combinación de términos o con el compuesto o derivado iluminadores es fundamental: fin de la historia, sociedad líquida, literatura caníbal… Luego discutimos sobre la pertinencia ideológica de los constructos. Con su neologismo, Navarra alude a una generación que se está quedando sin léxico y, lo que resulta paradójico, sin datos: quizá por el exceso de estímulos, el descrédito de la memoria y por una falta de concentración que se vincula con nuevos soportes, nuevos modos de lectura, la hegemonía audiovisual, pero también con la desnutrición. Con la confusión entre el perfil pedagógico y el psicoterapéutico, y la necesidad de satisfacer instantáneamente el placer. La entrevista que le concedió a Berna González Harbour plantea una inquietud que comparto: la de que cultura y educación hayan dejado de ser ascensores sociales. Donde esté un buen culo, una lengua bífida o una metralleta, que se quite todo lo demás. Intento no ser apocalíptica, pero sentirme integrada atenta contra mi esencial optimismo transformador.

La segunda palabrería es más confortable. La Caja de las Letras del Instituto Cervantes acoge una exposición sobre palabras perdidas. El futuro aparentemente se acelera y las academias hacen el pino puente para adaptarse a laptops y whatsapps, mientras otras palabras se arrumban, y en ese arrumbamiento, más allá de melancolías, hay una pérdida de realidad y sentido. María Sánchez lo cuenta en Tierra de mujeres colocando el foco sobre trabajadoras del medio rural, sus espacios, herramientas, cuidados. Los dueños de las palabras siempre han sido los otros —modelos de virtud humana y profesional—, y quizá en el rescate de ciertos vocablos descubramos lo poco que han importado las cosas de mujeres. La exposición de las palabras perdidas nace de la artista zaragozana Marta P. Campo, que recoge cuñadez, cocadriz (femenino de cocodrilo) o bajotraer (abatimiento, humillación). La muestra se cierra el 29 de septiembre. Yo, que me siento un poco bajotraída, saldré de mis dormisqueos y me amalaré el noema. Porque, además, de incorporar novedades anglas y jugar con las piezas del museo, quienes usamos el lenguaje —¿alguien se ha quedado fuera?— tenemos derecho a mostrar lo mucho que nos importa, inventariándolo, aprendiéndolo, acumulándolo e inventándonoslo, con mayor o menor fortuna, para hablar de sexo, iluminar lo no dicho, hacer política o, incluso, circensemente, circunvalar la verdad.

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