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Opinión - 27.11.2018

¿Otro Estatut?

Si el de 2006 ya fue divisivo y acabó mal, ninguna razón hay para pensar que un nuevo texto, y más aún uno de inspiración nacionalista, no vaya a acabar peor

El próximo 12 de diciembre se celebrará en el Congreso un pleno sobre Cataluña. A la vista de las pasiones que el tema suscita, y de la baja calidad de los debates parlamentarios últimamente, quizá sea recomendable instalar en el salón de plenos, junto a la mesa de los estenotipistas, un anemómetro que indique a la presidenta cuando la borrasca de acritud supere límites que aconsejen suspender lo sesión. Pero termino de escribir esta frase y ya me arrepiento: no llamemos al mal tiempo y confiemos en la capacidad de nuestros representantes de discutir con tino y mesura.

Porque discutir, es seguro que se discutirá. Ha trascendido que el presidente del gobierno quiere ofrecer un nuevo estatuto a la comunidad catalana. Al menos, esa es la expectiva creada por los medios. Albert Rivera ya ha anunciado que esa oferta es un error; dado que su partido lidera la oposición en Cataluña, y Ciudadanos es indispensable en cualquier operación estatutaria, la suya no es una objeción a echar en saco roto. En realidad, se trata de acertar con eso que los italianos llaman tempistica. Y es que hasta el propio Pascual Maragall terminó admitiendo que fue un error forzar el Estatut de 2006 sin haber procedido a la reforma constitucional previa, reconociendo implicitamente que no estaban desprovistos de razón quienes vieron en el texto tacha de inconstitucionalidad.

Lo mismo cabe decir hoy: promover otro estatuto sin haber procedido antes a la reforma constitucional es una invitación no a repetir nuestro pasado, sino al más penoso trance de repetir nuestro presente. Porque otro aspecto complica más el brete ahora. En 2006, la apuesta por el nuevo Estatut se hizo por y para el catalanismo, cuya hegemonía se disfrazaba de consenso. Hoy sabemos que ese consenso no es tal y debe ser renegociado en el seno de la sociedad catalana. Ayudaría a visualizarlo si Cs hiciera su propia oferta estatutaria: un nuevo estatuto que incluyese, por ejemplo, igual y simétrico rango para catalán y español, la implantación de una escuela bilingüe o el traslado de la diada del 11 de septiembre a Sant Jordi. La oferta no tendría recorrido, pero sí la bondad de patentizar las muy distintas preferencias que tiene hoy el catalán que apoya a Inés Arrimadas del catalán que apoya a Quim Torra.

Es decir, si el Estatut de 2006 ya fue divisivo y acabó mal, ninguna razón hay para pensar que un nuevo Estatut, y más aún uno de inspiración nacionalista, no vaya a acabar peor. Algún día Cataluña volverá a votar una norma de autogobierno moderna y eficaz, pero no podrá ser antes de que la propia sociedad catalana haya hecho las paces con su pluralismo interno. Lo mejor que puede hacer Madrid es ayudar a promover ese dialogo entre catalanes. No tomemos, antes de tiempo, la misma curva donde el coche se siniestró.

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